En días recientes ocurrieron dos hechos atroces, entre muchos otros. Por un lado, el asesinato de los tres estudiantes de cine en el estado de Jalisco: Marco, Jesús y Javier. Por otro lado, el asesinato de seis policías estatales de Guerrero: Mario, Heriberto, Juventino, Delfino, David y Rollis.

Son nueve víctimas de las 84 que mueren absurdamente en nuestro país cada día. Sin embargo, no ponemos la misma atención ni expresamos el mismo grado de indignación ante estos actos de barbarie. En buena medida, porque la mayoría son únicamente cifras sin cara, sin nombre y sin información de quiénes eran y cómo murieron. Pero cuando sí conocemos los detalles de algún caso, nuestras reacciones son diferentes. Con los estudiantes ha habido una amplísima y justificadísima indignación. En el caso de los policías, el video que un criminal subió a las redes paseándose en medio de los cadáveres, sirvió más bien para generar alarma y asco. Sólo que matar policías tampoco es ya un evento extraño en nuestro país: el año pasado fueron asesinados 547, y nuestra sociedad no reacciona, no se indigna, no cuestiona, no exige. Es igualmente preocupante que, ante tal situación, las propuestas de todos los candidatos en temas de seguridad sean tan vagas, superficiales y generales.

En la encuesta nacional “¿Qué piensa la policía?”, que realizó Causa en Común el año pasado, aplicada a 4 mil 898 policías estatales y federales, el 57% de los policías en Guerrero consideró que la sociedad desconfía de ellos. Pero no sólo es un tema de confianza; el tema tiene su origen en el maltrato que gobiernos y sociedad les damos. En esa entidad, el 47% de los policías ha pagado sus fornituras, el 39% sus uniformes y el 35% por sus botas. Además trabajan con horarios indefinidos y con un sueldo mensual promedio de 8 mil 400 pesos. Y así es como los mandamos a enfrentar a cuadrillas de asesinos que no sólo los masacran, sino que además lo presumen en las redes sociales.

Es patente la vulnerabilidad en la que trabajan y viven, y no sólo porque están abandonados por el Estado mexicano, sino también porque el conjunto de la sociedad no aprecia ni valora lo que representan, ni las condiciones en las que sobreviven, ni los riesgos que corren todos los días. Lo hemos dicho en otras ocasiones: es una vergüenza la negligencia con la que se ha desempeñado estos últimos años el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, responsable de impulsar el desarrollo policial en el país; y es una vergüenza, igualmente, la desatención que la mayoría de los gobernadores y presidentes municipales han tenido hacia las policías. Y esa negligencia, que se paga con sangre todos los días, no les genera consecuencias de ningún tipo, ni administrativas, ni penales, ni políticas.

Hay, entonces, una enorme hipocresía en los temas de inseguridad, violencia, víctimas o policías. En el caso de estas últimas, que muchas veces son también víctimas, los menospreciamos, los mal pagamos, los insultamos, los mandamos al matadero y, cuando los asesinan, la indignación y la solidaridad brillan por su ausencia. Si no rompemos el círculo vicioso que ha colapsado a nuestras instituciones de seguridad, el que empieza y termina en nuestra indiferencia, si no invertimos en ellos, si no los valoramos como servidores públicos y como seres humanos, no vamos nunca a salir de la crisis de inseguridad que hoy nos envuelve y asfixia. Cuando asesinan a un policía en nuestro país, están atentando contra el Estado y contra todos nosotros. El día que entendamos esto, podremos empezar a construir la seguridad que decimos merecer. (Colaboró: Ariana Ángeles García, investigadora de Causa en Común.)

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