“Para nacer hay que romper un mundo”, decía Emil Sinclair en Demian, la novela de Hermann Hesse publicada en 1919 que influyó a millones de lectores a lo largo del siglo XX. Sinclair hacía referencia al cascarón emocional que rodea y protege a los seres vivos que tienen que romper esa protección para ser libres, crecer y volar, como las aves.

Muchos de nosotros, en la adolescencia, encontramos explicación de nuestros propios procesos interiores leyendo a Hesse, comprendiendo que asumir una identidad no es asunto simple, ni trivial: hay que destruir una barrera hecha de prejuicios, creencias y atavismos que limitan a la mente humana y le impiden al hombre construir su propia conciencia, encontrar el sentido de la vida.

En el arte mexicano, los curadores de museos se refieren a la Generación de la Ruptura, que surgió en 1950 como respuesta a la Escuela Mexicana de Pintura, una corriente nacionalista derivada de la Revolución que llenó los edificios emblemáticos de la Ciudad de México con murales que narran la historia patria, con héroes y villanos, el pueblo y sus símbolos. La pintura de caballete repetía esas fórmulas y proyectaba imágenes de nuestro país que subsisten a la fecha: campesinos con sombrero, mujeres que venden flores, casitas pobres con techo de tejas.

José Luis Cuevas, entonces un joven aguerrido y cautivador, escribió un texto que sintetizó las inquietudes de otros artistas: “La cortina del nopal”, donde se manifestaba en contra de la limitación estética que significaban los paisajes con magueyes, los personajes arquetípicos. Si no dejábamos a un lado esa temática artística, si no nos liberábamos de esos clichés, no conseguiríamos un lugar para el arte mexicano en los anales mundiales. Octavio Paz, por su parte, declaró: “Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”, en su magistral ensayo El laberinto de la soledad.

A nivel familiar hay otro tipo de ruptura. Fabricio Carpi Nejar, autor brasileño, lo expresa así: “Hay una ruptura en la historia de la familia, donde las edades se acumulan y se superponen y el orden natural no tiene sentido: es cuando el hijo se convierte en el padre de su padre.

Es cuando el padre se hace mayor y comienza a trotar como si estuviera dentro de la niebla. Lento, lento, impreciso. Es cuando uno de los padres que te tomó con fuerza de la mano cuando eras pequeño ya no quiere estar solo. Es cuando el padre, una vez firme e insuperable, se debilita y toma aliento dos veces antes de levantarse de su lugar.

Es cuando el padre, que en otro tiempo había mandado y ordenado, hoy solo suspira, solo gime, y busca dónde está la puerta y la ventana que ahora le parecen muy lejanas.

Es cuando uno de los padres, antes dispuesto y trabajador, fracasa en ponerse su propia ropa y no recuerda tomar sus medicamentos.

Y nosotros, como hijos, no haremos otra cosa sino aceptar que somos responsables de esa vida. Aquella vida que nos engendró depende ahora de nosotros”.

Este texto desgarrador, entrañable y bello, habla del cambio generacional llamando pan al pan y vino al vino. Los padres envejecen mientras los hijos maduran. Por un corto tiempo, todos los adultos de la familia pueden realizar actividades juntos con fuerza y energía semejantes: deportes, viajes, tocar música, cocinar, discutir las noticias del periódico, tomar vino, bailar hasta la madrugada...

Hasta que llega el cambio de paradigmas y el padre se vuelve abuelo, se jubila, pierde la memoria de lo cotidiano y las ganas de salir con amigos. Deja de sentir y compartir emociones felices, ya no organiza fiestas. Los hijos se preocupan, pierden la seguridad que les daba la protección del padre, su consejo, su presencia.

Los hijos extrañan los platillos cocinados para ellos en su infancia, se lamentan de estar lejos de la ciudad natal. Añoran el hogar familiar. Así sean gerentes de un banco, dueños de un negocio o profesores de primaria, los hijos quieren seguir sintiéndose hijos, es decir amados y protegidos. Quieren pensar que hay un lugar en la mesa para ellos, con sopa caliente, para restaurar el ánimo.

Este es otro momento de liberación, quizá el último: los abuelos, para vivir con plenitud sus últimas décadas, pueden hacer realidad sus postergados sueños y escribir, pintar, bailar, caminar senderos, componer música o cultivar vides para su propio vino. No depender tanto de los hijos. Solo se vive una vez.

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