Antes de empezar, quisiera reiterar que el Día del Niño se hizo para conmemorar los derechos que tienen los infantes en México y el mundo. Y que también falta mucho por hacer porque hay muchos niños y niñas en situación de calle que se ven obligados a trabajar y no pueden vivir una infancia feliz ni con sus derechos a plenitud.

Hecho este recordatorio, quiero aprovechar la efeméride del día de ayer para recordar que cuando los sinsabores de la vida contemporánea agobian, de repente uno tiene ganas de regresar a la patria de la niñez, donde uno y uno sumaban tres, como canta Joaquín Sabina, bueno, en mi caso particular sí porque, debo confesar que tuve una infancia feliz.

Por la cercanía de esta publicación con el día en que se conmemora a la niñez, pues aprovecho para hacer un oasis y hacer arqueología en mi memoria sobre las cosas que más recuerdo de la infancia y que, hoy día como adulto, sigo rememorando.

Sin duda, el disfrutar un partido de futbol, con toda la emoción que conlleva, me hace transportar a esa época, aunque entonces el resultado era lo menos importante y una calle se convertía en un estadio y las rodillas dolían menos. Pero no, ahora los juegos a veces los sufro mas que gozo y más si el fantasma del descenso está de por medio. Ver el futbol es apenas un regreso intermedio a la niñez.

De los tesoros que la década de los ochenta que aún tengo atesorados son, sin duda, los cómics porque con ellos aprendí a leer. Que me disculpe Armand Mattelart si lo que digo me vuelve agente del imperialismo cultural yanqui pero mi curiosidad infantil me llevó a aprender a juntar rápidamente los signos y saber que es lo que exclamaba el cascarrabias del Pato Donald.

En mi paraíso socialista infantil, donde la escasa noción de propiedad privada aplicaba solo para mis juguetes, aunque solía prestarlos mucho, no tenía idea que uno tenía que pagar por esas revistas llenas de monitos. Así que cada que paseaba con mi familia por la avenida principal del pueblo y pasábamos por el quiosco de revistas, tomaba alegremente los que más me gustaban y ya luego mis padres iban a pagar lo que yo alegremente ya llevaba en mis manos para mi divertimento.

Justo la semana pasada en una conversación en Twitter salió el tema sobre los cómics mexicanos. Fue entonces cuando rememoré una de las revistas que me gustaba mucho ya en la última etapa de mi niñez: Karmatrón y Los Transformables, creada por Oscar González Loyo.

Este cómic, que apareció por primera vez en 1986, combinaba misticismo oriental con acción en el espacio sideral. El protagonista era el joven Zacek que, gracias a la meditación y control de su energía interna, y a través de un ritual, podría convertirse en un guerrero con superpoderes. A él lo acompañaban una serie de robots convertibles en su lucha contra el mal del universo. Claro, estaba de moda entonces la caricatura de Transformes en Imevisión y Mazinger Z por canal 5.

Se publicaron 298 ejemplares, de los cuales recuerdo haber tenido casi toda la colección completa pero que en una mudanza —¿o fue en una inundación? — se perdieron todos. Apenas hace un par de años volví a ver una reedición de estos ejemplares que compré, pero no he leído, quizá porque el adulto amargado que llevo dentro me lo ha impedido. Espero un día de estos volver a ese país de la niñez y leerlos nuevamente si prejuicios y con la misma emoción que hace décadas.

Periodista y sociólogo. @viloja

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