“María seguía nutriendo un resentimiento tan tenaz, como el que sólo las mujeres son capaces de poner en sus antipatías de la infancia, para guardarlo hasta que ya son abuelas”. Así describe Günter Grass, premio Nobel, a uno de sus personajes, en la novela El tambor de hojalata. Esta cita del autor alemán encabeza un ensayo sobre el rencor escrito por el psicoanalista uruguayo Luis Kancyper, quien afirma: “El sujeto rencoroso (resentido y remordido), es un mnemonista implacable. No puede perdonar ni perdonarse. No puede olvidar. Está abrumado por la memoria de un pasado que no puede separar y mantener a distancia del consciente. [...] La memoria del rencor se nutre de la esperanza del poder de un tiempo de revancha a venir”.

Hay familias donde la comida se sirve con un aderezo de rabia acumulada, sometida al hervor de los calderos, más la ficción que el tiempo añade, porque no todo lo que se recuerda fue cierto: hay en el discurso palabras añadidas a las pronunciadas tiempo atrás por amigos y parientes. Hay amargura en las frases dichas por los mayores, que se transforma en veneno que vuela para ser depositado en los oídos de los niños. El resentimiento es lo que dice la palabra: una emoción que se repite, una narración circular que hace daño, una y otra vez, hasta que las nuevas generaciones la toman como estafeta y pretexto para el odio. Liberarse del rencor heredado es uno de los retos más difíciles de la vida.

En el poema “Amor”, Jaime Torres Bodet dice: “Todo lo que se va / con el hombre que escapa: / el silencio, la voz, / los trenes y los años, / no sirve para huir / de este recinto exacto / sin horas ni reloj, / sin ventanas ni cuadros / que a todas partes va / conmigo cuando viajo. // Para escapar de ti / necesito un cansancio / nacido de ti misma: / una duda, un rencor, / la vergüenza de un llanto”.

El rencor aparece en medio del pecho como un agujero de poca profundidad. Los pensamientos recurrentes y la memoria reiterada de los momentos en que este hombre, aquella mujer, se sintieron humillados, excava la carne viva y convierte el agujero en un túnel oscuro que parece no tener fin, entre el corazón y la garganta. Estos versos son del poema “El pozo”, de Neruda: “Amor mío, ¿qué encuentras / en tu pozo cerrado? / ¿algas, ciénagas, rocas? / ¿qué ves con ojos ciegos, / rencorosa y herida? // Mi vida, no hallarás / en el pozo en que caes / lo que yo guardo para ti en la altura: / un ramo de jazmines con rocío, / un beso más profundo que tu abismo. / No me temas, no caigas / en tu rencor de nuevo”.

El que alberga rencor no encuentra la paz; duerme con esa inquietud alojada en las esquinas del alma y se encuentra de nuevo con ella al salir el sol.

El cubano José Ángel Buesa, a quien imagino sentado en el malecón de La Habana, en El Salvador, las Islas Canarias o República Dominicana, lugares donde vivió, escribió así sobre el tema: “Viejo lobo de mar, de sed sorda y violenta: / el humo de tu pipa tiene olor a tormenta./ Si relatas tus viajes ya nadie te hace caso, / porque siempre naufragas en el fondo de un vaso, / y cada travesía concluye como empieza: / en espuma de mar o espuma de cerveza. / Viejo lobo de mar: quédate en tu navío, / y escupe hacia la noche tu rencor y tu hastío”.

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