El jueves pasado, un grupo de más de 100 hombres armados quemó 22 casas y varios vehículos en Madera, Chihuahua. No se informó el número de civiles muertos ni se dieron explicaciones claras sobre lo que sucedió. El mismo día, en Huimanguillo, Tabasco, hombres armados entraron a un domicilio. Al no encontrar a la persona que buscaban, golpearon a una mujer; ataron, torturaron y asesinaron a un niño de 5 años; y se llevaron a la hermana de 18 años —quien mas tarde apareció muerta y semidesnuda en un camino. También se llevaron del lugar a un hermano de 15 años, quién apareció más tarde moribundo en un pozo. El jueves, también, la Sedena reportó un enfrentamiento entre soldados y civiles en Miguel Alemán, Tamaulipas. El resultado fueron 11 civiles muertos. No hay reportes de civiles heridos durante el enfrentamiento. Un día después, la prensa informó del asesinato de 10 indígenas nahuas, dos de ellos menores de edad. Las víctimas eran músicos de la comunidad de Alcozacán que viajaban de regreso a su comunidad después de tocar en una fiesta patronal. En el camino fueron emboscados, asesinados e incinerados por un grupo personas armadas en Chilapa, Guerrero.

La crisis es innegable, extendida y de una complejidad evidente. Va mucho más allá de algunas instituciones corruptas, del uso de drogas en jóvenes, de la desigualdad social y del gobierno en turno. Nos faltan conceptos, incluso palabras, para describir lo que sucede en México. “Horrores”, “atrocidades”, “Estado fallido”, “competencia por el territorio” no alcanzan para explicarlo. Pero a pesar de la complejidad, las soluciones que se proponen desde el poder siguen siendo simples y equivocadas: más presencia militar y más derecho penal. Llevamos años intentándolas y ninguna de las dos ha funcionado. Al contrario, ha empeorado la situación de inseguridad. Ambas recetas, además, vienen acompañadas hoy de reglas que permiten mayor discrecionalidad de los operadores, más opacidad en el uso de la fuerza y el aparato punitivo del Estado, la restricción de derechos y menores controles judiciales.

La reforma del año pasado para ampliar la lista de delitos que constitucionalmente conllevan prisión preventiva oficiosa (es decir, que obligan a los acusados a estar en la cárcel en lo que se resuelve el juicio), es un ejemplo de eso. Las amplísimas facultades dotadas a la Guardia Nacional a través de su ley orgánica, con nulos controles, es otro. Las ocho iniciativas de ley, y una de reforma constitucional, filtradas la semana pasada en materia de procuración de justicia, también caminan en este sentido. El paquete de iniciativas incluye la posibilidad de que autoridades penitenciarias hagan traslados sin orden judicial, el uso del arraigo (una especie de arresto ministerial previo al juicio) hasta por 40 días para todos los delitos, la posibilidad para utilizar pruebas obtenidas de manera ilícita (por ejemplo a través de la tortura) en juicios, la desaparición de jueces que validan la legalidad de las detenciones, la permisión para intervenir las comunicaciones privadas en materia electoral y fiscal, entre otras.

El remedio ante la crisis es que renunciemos a las —pocas— protecciones que ofrece el derecho, para que el Estado pueda usar la fuerza sin restricciones o fiscalización. Nos piden que confiemos en que los agentes del Estado (policías, ministerios públicos, políticos) no usarán estas facultades de forma indebida, como si no existieran cientos de estudios e historias de experiencias cotidianas que sugieren lo contrario. Hay que sacrificar la seguridad jurídica y podremos garantizar la integridad física y la vida. Es mentira, ni la construcción de un Estado autoritario ni la permisión de la tortura, va a arreglar la crisis, nos debilita como sociedad y pone en riesgo como individuos. Los derechos no son el problema, sino la falta de compromiso que sigue existiendo con un verdadero cambio en las prácticas de autoridades y en las prioridades de nuestros gobernantes.

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