En México las elecciones funcionan. Han sido el cauce pacífico y participativo para que la diversidad política pueda convivir y competir y son una fórmula inmejorable para expresar, recrear y ofrecer un conducto a las oscilaciones de los humores públicos. Por ello los fenómenos de alternancia en todos los niveles y los cuerpos legislativos plurales. Suele decirse que si algo funciona no lo toques. Pero, en la Cámara de Diputados se ha abierto una nueva ronda para discutir una reforma en la materia. Si ello es así, quizá valga recordar lo medular del asunto, aquello que no debe ser vulnerado porque produciría una involución con tintes autoritarios.

1. Autonomía de la autoridad electoral. Los partidos, los candidatos y las coaliciones formales e informales que se generan para contender en las elecciones, son creaturas poderosas, con recursos, enorme visibilidad pública, redes de relaciones, que desatan de manera natural confrontaciones agudas. De eso tratan los comicios. Pues bien, precisamente por su centralidad, por su importancia, por su gravitación en la vida nacional, requieren de un organizador y un árbitro que se coloque por encima de esas pasiones y sea capaz de ofrecer garantías de imparcialidad a todos.

2. Necesidad del consenso. Por tratarse de las reglas del juego es imprescindible que tengan el mayor apoyo posible. Las mejores reformas electorales han sido las que surgen del acuerdo entre los partidos enfrentados. Manteniendo sus diferencias lograron conformar un cuadro normativo que les ofrecía garantías a todos. Una legislación facciosa en esta materia, avalada solo por uno o unos actores, con la exclusión de otros, no presagiaría nada bueno. Recordemos que la legislación debe ser el punto de partida para que las elecciones cumplan con la estratégica función de legitimar a los gobernantes y legisladores y permitir que la mecánica de mayoría y minorías tenga todas las condiciones para su reproducción.

3. Garantías a las minorías. Las 8 reformas electorales desde 1977 han sido producto de exigencias planteadas por las oposiciones. El acicate de las mismas fueron reclamos diversos como por ejemplo incluir a los excluidos o contar con una autoridad imparcial o un terreno de juego parejo. Hoy, llama la atención que desde el poder se active el resorte reformador sin siquiera hacer alusión a las probables exigencias de las minorías.

4. A lo largo de los años las instituciones electorales han conformado un funcionariado profesional que constituye la columna vertebral de las mismas. No preservar y fortalecer esas destrezas sería un error de enormes dimensiones.

5. La construcción de condiciones equitativas para la contienda fue fruto de un largo proceso. Erosionarlas, desequilibrar el terreno de juego, tendría costos políticos mayores. Se anuncia la reducción en un 50 por ciento del financiamiento público a los partidos. Sabemos que la mayor parte de ese financiamiento se distribuye según los votos alcanzados en la última elección. Con la fórmula propuesta, “casualmente” solo el partido en el gobierno incrementaría su financiamiento, mientras el resto vería disminuir sus ingresos. Si se quiere hacer ahorros, ¿por qué no tomarle la palabra al consejero presidente del INE, Lorenzo Córdova, que propuso transitar hacia el voto electrónico?

6. Establecer como criterio rector de la reforma el “costo de las elecciones” es no hacerse cargo del papel estratégico que juegan para la convivencia de la diversidad y la paz social. Por supuesto que se pueden hacer ahorros, pero no a costa de lo sustantivo.

7. Pero si los legisladores quieren reformar, ¿por qué no hacer realidad una añeja aspiración democrática: lograr la representación proporcional estricta entre votos y escaños? Es decir, que si un partido obtiene el 20 por ciento de los votos tenga el 20 por ciento de los asientos. Para ello, no sería necesario modificar el modelo que combina diputados uni y plurinominales, solo ajustar la fórmula de asignación de los segundos.

Profesor de la UNAM

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