Si algo ha distinguido la manera de legislar de la nueva mayoría parlamentaria es la falta de reflexión, orden y rigor, la premura por cumplir los designios del presidente, y la escasa –y en ocasiones, nula– observancia del marco legal que rige el proceso legislativo.

Estas carencias, potenciadas por el poder que ostentan en ambas cámaras, puede tener graves consecuencias para México. Consecuencias que podrán no hacerse presentes de forma inmediata, pero que a la larga podrían convertirse en una loza muy pesada para un país que ya viene cargando muchos problemas.

Esta forma de legislar se hizo especialmente patente en la forma de sacar adelante la reforma constitucional en materia educativa, aprobada el pasado jueves 9 de mayo por el Senado, y pendiente de ser ratificada por al menos 17 legislaturas locales.

Una reforma que por su trascendencia merecía una mayor deliberación parlamentaria, merecía ser fruto de una exhaustiva reflexión nacional, y merecía estar estructurada bajo un análisis detallado del país que queremos construir.

En cambio, la reforma aprobada por ambas cámaras, fue el resultado de una discusión al vapor, de una redacción que corre el riesgo de convertirse en letra muerta por la falta de planeación presupuestaria, y de una actividad legislativa que no tiene como base el bienestar superior de la población –actual y futura–, sino satisfacer los acuerdos de campaña que pavimentaron su camino al triunfo electoral.

Las consecuencias de una mala legislación educativa pueden ser irreparables: estamos hablando de la medula espinal de un país. Un nuevo aeropuerto internacional puede ser un éxito o un fracaso, una nueva refinería puede potenciar o ralentizar el desarrollo, un nuevo tren puede convertirse en un polo de atracción o en un barril sin fondo. Sin duda, estas son acciones que afectan directamente nuestro futuro y la seriedad de nuestras instituciones. Pero, en ninguna forma, afectan nuestro futuro como lo hace la educación.

Cuando hablamos de obras públicas hablamos de recursos, de inversiones, de rendimientos. Cosas que por supuesto que tienen un impacto directo en nuestras vidas y, sobre todo, en nuestros bolsillos –para bien o para mal–, pero que si salen mal se pueden corregir. A veces con mucho dinero, mucho tiempo y mucho sacrificio, pero, al final, no destruyen la viabilidad de un país.

Cuando hablamos de educación, la cosa cambia. Al hablar de la educación de un país hablamos de su espíritu, hablamos de su capacidad para encontrar soluciones inteligentes a problemas complejos, hablamos de su potencia para cerrar la brecha entre los que más y los que menos tienen, hablamos de su infinita creatividad para poner cada cosa en su lugar, crear algo donde antes no había nada, dar a cada quien lo suyo y, en fraterna empatía, construir un futuro donde el individuo y la comunidad colaboran en armonía y en paz. Educar a nuestros niños es aportarle a no castigar a los hombres.

Si seguimos sin otorgarle un lugar central a la educación de nuestros niños, niñas y jóvenes –y de los mexicanos y mexicanas de todas las edades–, difícilmente atajaremos los graves problemas que aquejan a nuestro país: la intolerable delincuencia, la escandalosa pobreza, la injusta desigualdad, y todos aquellos males que no tardamos en distinguir, pero no acabamos de saber confrontar.

De nada sirve la alternancia en el poder, de nada sirven aeropuertos, trenes, refinerías y apoyos sociales, de nada sirve la derecha ni la izquierda: si seguimos relegando la educación a un segundo plano, si la seguimos usando como moneda de cambio político, si seguimos sin apostar por una política educativa de Estado, que busque que las nuevas generaciones tengan una preparación intelectual y humana de clase mundial, México nunca encontrará el cambio tan prometido: por que ese cambio no depende de una persona, depende de la ilustración de todo un pueblo.

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