Años después, Karime diría que el culpable fue el clima londinense.

Fue el clima. Fue el clima. Fue el clima. Fue el clima. Lo habría de escribir mil veces en las hojas suaves como la crema de su cuaderno Moleskino, con su letra palmer en tinta azul. Fue el clima.

Los relámpagos tronaban, secos, y marcaban con su zigzag de fuego el cielo encapotado, y ella en lentes oscuros y una chamarra de cuero, el pelo peinado hacia atrás, corto como el de un garzón, se sentía esa tarde especialmente inglesa y desapercibida al bajar por las escaleras del metro.

En el andén, entre los londinenses, lo sintió. La seguían. Giró en redondo y no supo quiénes: sentía a los perseguidores pero no los ubicaba.

Abordó el vagón, fue a sentarse en una banca y cuando el vagón arrancó y un instante después entró a un túnel y la luz se apagó de súbito, el resplandor del flash le confirmó que no estaba loca: la seguían, todavía más, la habían fotografiado.

Lo había hecho bien, se dijo en el centro de la oscuridad y del traqueteo de las llantas del metro por el larguísimo túnel. A cambio de su libertad había entregado a su marido a la policía internacional, para que en su Patria se hiciera el circo mediático de esposarlo, encarcelarlo, enjuiciarlo y declararlo demente, por esa sonrisa perenne y misteriosa con que soportó todo el oprobio. La plebe vengativa tenía ya su revancha. ¿Qué más querían de ella? ¿El dinero que había tomado de las arcas del estado que había gobernado con su marido? ¿Esa fortuna de oligarca?

Jamás, se dijo al emerger a la lluvia menuda en Trafalgar Square, ella no estaba loca para regresar una fortuna de oligarca. Un hombre con lentes negros se le acercó abruptamente, le tomo la mano y se fue, dejándole en la palma un papel. Era un mexicano, y no era un mexicano inocente, lo supo porque solo un mexicano culpable puede, un día de lluvia en Londres, esconderse bajo unos lentes negros. El papel decía:

Quique. Quique. Quique. Quique. Quique. Quique. Quique. Quique. Hotel Savoy. 6 PM.

Sentada con lentes negros en el vestíbulo de asientos y tapete dorados del exquisito Hotel Savoy, lo distinguió entre los londinenses por un detalle, el par de lentes negros que le cubrían los ojos, bajo el pelo engominado. Era el todavía presidente de su Patria, aunque hacía tres meses se había escapado del terruño sin que nadie notase su ausencia, y se encaminaba hacia su mesa.

Tomó asiento ante ella y Karime se vio duplicada en sus lentes negros al tiempo que Quique se vio duplicado en los lentes negros de ella.

—Fracasamos —dijo él en voz baja.

En un inicio lo habían hecho bien, se explicó, conforme a la tradición del partido:

—Estafamos al erario, Karime, vendimos el petróleo de debajo de los mares y endeudamos al país, y gracias a ello teníamos dinero de sobra para comprar nuestra reelección, voto por voto. Un esquema infalible que además implicaba una leve distribución de riqueza entre los pobres. Pero me traicionaron.

—¿Quiénes? —preguntó ella.

—Nuestra propia gente. Nuestros operadores. Los priistas.

Trasladaron las pacas de billetes de quinientos pesos en tráileres a las casas de acopio de cada colonia de cada rincón del territorio nacional. Pero cuando abrieron las puertas de los tráileres, las pacas de dinero ya no eran pacas, eran paquetitos de una cuarta parte del tamaño, precintadas con tela adhesiva. Y cuando entregaron los paquetitos precintados a los operadores de a pie de cada territorio, ya no eran paquetitos, eran viles fajos reunidos con un clip, que ni siquiera llenaron sus mochilas de espalda. Y cuando por fin cada operador entregó a cada votante el delgado fajo de ocho billetes, ya solo eran dos billetes.

—Pero la traición mayor sucedió en las urnas —siguió Quique.

De los millones de votantes sobornados, solo 12% votaron por el PRI.

—Traidores —murmuró ella. —Ladrones. Miserables.

—Sí —respondió él. —Traidores. Ladrones. Miserables. Y ni siquiera te estoy diciendo la verdad, mi amiga —le confió. —Esas cifras oficiales están infladas, la verdad es peor. Fueron menos del 6% los que no nos traicionaron y votaron por el PRI.

—Yo sabía que pasaría —bajó ella la mirada. —Entre gitanos nos conocemos, ¿no es cierto?

Se conocían, era cierto. Un priista no puede decir la verdad. Es más grande que su yo la compulsión de no apalabrar la verdad. De ganarle a la verdad un gajo. Es, pensó Karime, una religión severa y exigente: “Tomarás de lo que no es tuyo, de donde puedas y como puedas”.

En un gesto rápido Quique le tomó la mano a Karime sobre el mantel blanco de la mesa redonda y el gran ventanal del vestíbulo del Savoy se iluminó con un relámpago.

—Somos jóvenes todavía, Karime —susurró Quique y el bramante trueno hizo vibrar la rosa roja y solitaria en el florero de plata. —Tenemos la vida por delante. Solo tú y yo podemos comprendernos. Sólo tú y yo nos conocemos el corazón traidor. Quiero hacerte el amor como nadie te lo ha hecho. En abundancia. En abundancia. En abundancia, Karime.

Un mesero se acercó para servir de una tetera de plata las dos tazas con té Earl Grey.

—¿Y tu esposa? —preguntó Karime, y se llevó la primorosa taza de porcelana aromada a los labios.

—Me traicionó —admitió Quique, abatido. —Solo tú quedas para no traicionarme —lo dijo y se llevó la primorosa taza de porcelana a su casa: la vació despacio en el florero de la rosa roja y la metió en la bolsa de su saco.

Esa noche, en la suite presidencial del Hotel Savoy, Karime y Quique hacían el amor, entrelazados sobre el tapete blanco, cuando irrumpió la policía internacional y los descubrió totalmente desnudos, a no ser por los lentes negros. Le permitieron vestirse a ella en su chamarra de cuero y sus vaqueros azules y se la llevaron, las muñecas esposadas a la espalda.

Quique descendió del taxi ante su palacio de tres pisos y pensó que lo había hecho bien, entregar a esa traidora, ladrona y miserable a cambio de su libertad. Los relámpagos tronaban secos agrietando el cielo negro y al cruzar ante un espejo donde su figura se iluminó de súbito, él se supo el último priista del planeta. Era por cierto una exageración, todavía existían unos cuatrocientos priistas diseminados por el orbe, pero al afirmarse como el último, Quique se robaba la infamia colectiva.

Salía a la azotea para mirar la magnífica vista del Támesis bajo los relámpagos y la lluvia de noviembre, cuando notó los paraguas negros. Cuatro policías se le acercaron y le esposaron, al frente, las muñecas.

En una celda, en un rincón solitario del planeta, el esposo de Karime sonreía, con esa sonrisa, como de loco.

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