Se encuentra en curso, al parecer, una sólida política que intenta reconcentrar el poder en el Presidente. México requiere una presidencia legal y legítima, con puentes eficientes de comunicación con la sociedad, “fuerte”, pero acotada por la ley, no desbordada ni con pretensiones apabullantes, capaz de convivir —en ocasiones en tensión— con otros poderes constitucionales, órganos autónomos y sociedad civil. Y ese es el quid del asunto. No obstante, esa preocupación no parece ser compartida por la inmensa mayoría de la población.

Creo que los nutrientes de esa actitud son varios y en el fondo indican que la idea predominante de democracia incorpora, sí, que los gobernantes (y legisladores) deben ser electos, pero no que democracia quiere decir también poder regulado, dividido, vigilado, equilibrado.

Décadas de un presidencialismo recargado en el cual el titular del Ejecutivo se convirtió en el Poder entre los poderes, que fungió como árbitro último en los litigios políticos, que encontró en el Legislativo un espejo y en el Judicial un apéndice, que subordinó a las principales organizaciones de los trabajadores y alineó a los medios (por supuesto, no a todos), que (casi) logró que el Estado (un conjunto abigarrado de instituciones) fuese identificado con su nombre, sin duda, deja su estela. Era el dador de todo, el responsable de lo bueno y lo malo, y no fue casual que nuestra fórmula hegemónica de periodización resultara la de los sexenios. Polvos de aquellos lodos flotan en el ambiente y no pocos resortes mentales siguen funcionando con los códigos de entonces.

Pero ese es un nutriente lejano y quizá ajeno para las nuevas generaciones. Hay otro más potente y reciente: la percepción de una improductividad marcada por la mecánica de nuestra muy reciente democracia. La colonización del Estado por una pluralidad de fuerzas políticas, los fenómenos de alternancia, la construcción de contrapesos e incluso la ampliación de las libertades, a franjas enormes de la población no le dicen nada. Esa historia reciente está acompañada de fenómenos de corrupción que quedaron impunes (paradójicamente el proceso democratizador los hizo visibles y con razón generó una mucho menor tolerancia hacia ellos); de una ola de violencia y destrucción que afectó, y sigue afectando, a miles y miles de personas y familias y que ha dejado un rosario de comunidades devastadas por el crimen; de un precario crecimiento económico que fomenta la informalidad y no ofrece horizonte productivo a millones de jóvenes, no permiten apreciar lo edificado en términos políticos. Es una mezcla donde lo bueno está impregnado del hedor de los problemas irresueltos.

Y si a ello le sumamos que el funcionamiento de la democracia resulta antiepopéyico y es incomprendido, quizá podamos cerrar el círculo. La invasión del pluralismo al espacio estatal (una buena nueva), hizo más tortuosa y difícil la gestión pública. Y lo que sucedía resultó insatisfactorio desde dos miradores polares pero complementarios: si, por ejemplo, las bancadas de los partidos en el Congreso no se ponían de acuerdo (algo natural cuando se tienen diagnósticos y propuestas diferentes y hasta encontradas), era porque “solo veían por sus intereses”, “no deseaban colaborar con el gobierno”, “querían que le fuera mal al país”; pero si llegaban a acuerdos (digamos el Pacto por México) entonces “traicionaban su vocación opositora, habían sido comprados o seducidos”. Total: no hubo una pedagogía capaz de socializar la idea elemental de que ahí donde ninguna fuerza tiene mayoría de representantes son obligados los acuerdos negociados.

La imagen de un escenario político no solo fragmentado sino improductivo, plagado de conflictos, empezó a construir la noción de que democracia y desorden e improductividad eran sinónimos. Y entonces la añoranza por un liderazgo concentrado que ofreciera orden y rumbo cierto, empezó a expandirse en el seno de una sociedad agraviada, molesta, distante de los políticos y la política.

Profesor de la UNAM

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