Hace un rato revisaba las características del arte a principios de siglo XX durante el apogeo de los artistas expresionistas, tan llenos de atractivo y de enseñanzas. Ellos se “olvidaron” de los literales conceptos de belleza de entonces y fueron movidos por una gran necesidad de expresar sentimientos, mostrar una realidad imposible de explicar con precisión, era siempre subjetiva porque cada quien era diferente frente a la misma situación; por otro lado mostraban lo negativo de la historia; se hablaba de alienación, aislamiento, masificación, frente a lo que ellos respondieron con una gran angustia en la esencia de su estética.

La primera Guerra Mundial estaba en vísperas de estallar y la revolución interior en toda la gente ya se había instalado. Lógicamente sus trabajos artísticos, los más sensibles, nunca dejaron de estar en manos de los verdaderos artistas, pero no podían más que reflejar una belleza filtrada por la angustia y llenos de horror. Pero no fallaron las composiciones ideales, unas, llenas de agresión como el color y la vida que reflejaba también una sociedad preocupada por minucias como la ropa, los espectáculos, la religión emergente como para arrepentirse, las enfermedades sin muchos medicamentos; y aún así, el brillo y el glamour sazona la obra que ahora atesoramos.

Actualmente, la evolución del arte y desde entonces, se manifiesta en todo: experiencias llenas de tecnología, aislamiento a pesar de tantos aditamentos para escribir, hablar…vivir, recursos diferentes que van desde el uso de comunicaciones que parecen de cuento, espacios museísticos enormes y de muy especial manera, una serie de emociones que no pueden ser expresadas en dos dimensiones, enmarcadas y con un lenguaje estético fácil de comprender.

Hoy el arte conceptual se desborda en sus espacios, pletórico de formas imprecisas que podrían ser cráteres de sangre, pacas inmensas de composiciones inefables elaboradas con todo tipo de materiales, espejos cóncavos y convexos que nos reflejan espectantes, percheros infinitos llenos de ganchos vestidos con sacos que filtran para todos la misma identidad y tantas cosas más que nos retan a identificar, mediante la interacción con el arte, las emociones de los hombres, que son siempre las mismas aunque ahora les resulte más a modo, a sus hacedores, recurrir a simbolismos, que ni ellos mismos son capaces de descifrar pero que saben que llegarán al otro, al que mira, al lugar de su dolor preciso, ése que ni siquiera sabía que tenía.

Antes el arte tenía que ser bello –según el juicio de aquellos observadores- y brindar estatus a quien se involucraba con él. Pero claro que entonces se tenían maneras de entender al mundo que eran tan diferentes como el mundo que tenemos hoy. El arte nos llena el alma de otra forma y con el color del tiempo.

Porque ahora, tenemos dimensiones de dolor ilimitadas para nosotros, sorpesivas, inesperadas, pero también una forma de disfrutar distinta y allí están, justo para movernos a seguir, por el momento y simplemente, mirando arte.

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