El sábado pasado, una banda de malnacidos se apersonó en una casa de la colonia Constituyentes de Querétaro, en el municipio de San Nicolás, Nuevo León. Allí estaban reunidas unas 50 personas para ver un partido de futbol. Los pistoleros se llevaron a una docena de personas al baño y allí los llenaron de plomo. El resultado: ocho muertos, cuatro heridos.

Las explicaciones que han dado las autoridades son las de siempre: narcomenudeo, conflicto entre bandas, disputa por la plaza, ajustes de cuentas. Pero eso no explica la saña del acto ¿Por qué el acto masivo? ¿Por qué el desenfreno? ¿Por qué el intento de matar por docena?

Porque no hay raya en la arena.

Eso suena abstracto, pero tiene un significado concreto.

Primero, el costo marginal de la violencia es cero: para un posible asesino, el riesgo de ser capturado no cambia mayormente si mata a una persona o a ocho.  Da igual si sólo asesina a un ser humano que si lo descabeza, desmiembra y cuelga de un puente. No tiene incentivo a racionar la violencia.

Segundo, la sanción es incierta. Por motivos diversos, un caso puede adquirir relevancia suficiente para detonar una respuesta extraordinaria de la autoridad que conduzca a la captura de los responsables. Pero los delincuentes no saben, ex ante, en qué casos va a haber una reacción de ese tipo. De cualquier forma, lo más probable es que no suceda. Los delincuentes, por tanto, se la juegan.

Añádase al coctel otro dato: desde la perspectiva de los delincuentes, los actos extremos son útiles. Las expresiones públicas de brutalidad son prácticas de eficacia probada: inhiben a los rivales, intimidan a las víctimas potenciales y ayudan a preservar la disciplina interna. En esas circunstancias, cuando lo extremo es eficaz y no genera costos adicionales, lo que sorprende no es que los delincuentes opten por matar a mansalva, sino que no lo hagan más a menudo.

En resumen, esta locura tiene método. Las masacres tienen lógica. No suceden sólo porque sí. Suceden porque hemos mandado el mensaje de que no nos importan.

¿Qué hacer entonces? Mandar un mensaje distinto. Alinear de otra forma los incentivos de los delincuentes actuales o potenciales. Poner, valga la expresión, un impuesto a la violencia.

¿Cómo funcionaría? Explicitando una raya: por ejemplo, el gobierno podría hacer patente (por medios públicos o por vías discretas) que todos los casos con ocho y más víctimas serán atendidos con recursos extraordinarios. No más masacres de San Nicolás sin respuesta vigorosa y automática.

Si la advertencia se comunica adecuadamente y se ejecuta cuando es necesario, los asesinos empezarían (tal vez) a detenerse antes de la raya. Empezarían a racionar la violencia. Gradualmente, conforme fueran creciendo las capacidades del Estado, se incorporarían otro tipo de incidentes hasta regresar a un equilibrio de baja violencia.

Por supuesto, hay muchos detalles por resolver en esa idea. Y todo depende de la implementación.

Pero lo importante es el principio básico: mientras genere el mismo costo matar a una persona que matar a diez, se van a seguir reproduciendo las masacres.  

Esta locura tiene método. Esta matazón tiene lógica. Feroz y descarnada, pero lógica sin duda. Y mientras no la entendamos, mientras no actuemos para contrarrestarla, esto no va a parar. Vendrán otras masacres. Otros San Nicolás. Inevitablemente. 

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