Hay novelas que se adentran en la realidad mejor que los esfuerzos “científicos”. La guerra y la paz de León Tolstoi, por ejemplo, permite conocer mejor la naturaleza de la invasión napoleónica de Rusia y sus efectos sobre vidas y estructura social en ese imperio, que trabajos de historiadores profesionales. En México, la novela es fundamental para entender forma y fondo de la Revolución y posiblemente también lo vuelva a ser hoy, cuando se quiere penetrar en el horror del crimen organizado y sus lazos de complicidad con los aparatos de seguridad y justicia (?) del Estado.

Cuando Jorge Zepeda Patterson publicó Los corruptores (2013), sostuvo que la novela era el género que le permitía usar a plenitud el material que como periodista había acumulado pero que no podía emplear porque le era imposible citar ciertas fuentes o sostener la autenticidad de una causalidad según los cánones de la profesión. Ricardo Raphael (RR) también encontró en la novela, Hijo de la guerra (2019), el medio para meterse de lleno y desde abajo en la monstruosidad del mundo criminal de “Los Zetas”, de su organización y modus operandi, pero también en esa parte de las estructuras del Estado encargadas de la seguridad y que, como resultado de su corrupción, funcionan como amplificadoras de la actividad delincuencial.

El punto de partida de RR es el relato de alguien que purga una condena por un delito menor pero que se asume, sin probarlo plenamente, como miembro original de “Los Zetas”, del conjunto de individuos formado por ex GAFEs —militares seleccionados, bien entrenados y especialistas en sobrevivir y en eliminar a quienes sus superiores ordenaran.

La mayoría de las grandes organizaciones del crimen organizado surgieron de manera independiente y luego, al expandirse, penetraron y colonizaron algunas de las partes más obscuras del Estado: policías, procuradurías, centros de inteligencia. Los Zetas siguieron otra ruta: se formaron dentro del aparato de seguridad del gobierno y ahí se familiarizaron con algunas de sus partes más corruptas. Luego vendieron su lealtad y expertise a un grupo criminal que les necesitaba —el Cártel del Golfo— para finalmente independizarse, pero teniendo ya conocimiento y canales de comunicación con los mandos del narcotráfico nacional e internacional y con las estructuras gubernamentales y emplear a fondo la violencia extrema como instrumento de control territorial en Tamaulipas y estados circunvecinos.

Sin archivos oficiales, RR realizó su obra con información que le ofreció el supuesto Zeta, la completó con datos obtenidos de fuentes secundarias y finalmente usó la ficción como argamasa para dar coherencia al relato.

Hijo de la guerra ofrece claves sobre el origen social y educación del “Zeta 9”, de su formación en el Ejército, del uso de sus conocimientos y habilidades en el mundo del narco donde, para recordar a un notorio cacique potosino: la moral es sólo un árbol que da moras (y que entre nosotros pudiera parecer secuoya).

Sin embargo, visto el problema desde la orilla opuesta, esa donde la moral —el marco que permite la distinción entre el bien y el mal—, es algo fundamental para el individuo, para las instituciones públicas y la sociedad. Por eso es inevitable formular esta pregunta: individuos con biografías como la del “Zeta 9”, con centenas de homicidios en su haber, que constituyen el núcleo duro del crimen organizado ¿pueden ser recuperados por y para la sociedad?

La política del gobierno actual para enfrentar al crimen de cualquier tipo que de años atrás se salió de control, es múltiple: la fuerza armada, la lucha anticorrupción y la generación de incentivos —becas y empleos— para que jóvenes de las clases menos favorecidas no sigan siendo reclutados por las organizaciones criminales como sicarios. Ese enfoque es plausible, pero finalmente es preventivo. Lo que ya no queda tan claro es qué hacer con los muchos “hijos de la guerra” que de tiempo atrás optaron por hacer del crimen extremo una forma de vida y que difícilmente son recuperables para adaptarse a formas de vida no criminal. La entrega de capos del narcotráfico, como Joaquín Guzmán “El Chapo”, a las autoridades norteamericanas para ser condenados a penas largas o perpetuas en prisiones de alta seguridad ¿es la solución para personajes como el “Zeta 9”? ¿es viable a la gran escala que se necesita? ¿hay alternativa? Mientras no demos respuesta clara a la pregunta, al enfoque actual le faltarán piezas.

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