El pasado jueves conmemoramos el 98 aniversario de la promulgación de la Constitución, ocasión que invita a reflexionar sobre su auténtico significado, próxima a cumplir un siglo y una de las más longevas en América y de mayor vanguardia para su época.

Fruto del devenir histórico, en su articulado descubrimos las batallas libradas, las victorias obtenidas; desde los principios que orientaron las aspiraciones de los primeros insurgentes que con postrera visión nos dieron la primera carta fundacional, hasta aquellos otros emanados de la lucha revolucionaria y los que camino a consolidar un Estado democrático han quedado en ella plasmados.

El debate, pues, no debe centrarse en si son muchas o pocas las reformas, si se incurre o no en abuso normativo; es al final de cuentas el esfuerzo por mantener vigentes los principios que animan al Estado, que alentaron la lucha de próceres y que mantienen firme nuestro espíritu para lograr su consolidación, lo que le da vigor; esfuerzo permanente por afianzar nuestra democracia.

Democracia, valor fundamental e indispensable del Estado de derecho, fiel reflejo de que la soberanía radica en la voluntad popular y tiene como objetivo el bienestar de los gobernados, el respeto irrestricto a los derechos fundamentales y a los valores de supremacía constitucional, legalidad y división de poderes.

Este Estado forjado a través de la vida constitucional, dando paso al nacimiento, estructuración y evolución de instituciones nacionales, órganos de la voluntad soberana y de los ideales de los habitantes de la nación.

Nuevas realidades implican nuevos retos, nuevos retos exigen renovadas soluciones. Estas nuevas exigencias y las experiencias del pasado, unidas a la aspiración permanente de una justicia plena, nos ubican en un contexto en el que se impone dar respuesta, pues bien decía Lassalle en su obra ¿Qué es una Constitución? que aquellas constituciones que no reconocen los factores reales de poder se convierten en simples hojas de papel.

Esta es en suma nuestra Ley Suprema, síntesis de nuestra historia, resumen de nuestra vasta y rica tradición jurídico-política que inició con la primera carta constitucional, la Constitución de Apatzingán.

El Constituyente de Anáhuac postulaba ya la soberanía popular y la división de poderes, reconocía la existencia de derechos fundamentales como la igualdad, seguridad y libertad, la presunción de inocencia, el derecho a ser oído antes de ser juzgado o sentenciado y de acceso a la justicia.

Derechos fundamentales cuya concepción y tutela fue acrecentando constitución tras constitución, reconocidos hoy como derechos humanos en una dimensión más amplia, sin omitir referirnos en esta evolución constitucional al juicio de amparo, que nace y se consolida como una institución netamente mexicana, trascendiendo como una aportación a la cultura jurídica de otros países.

Los derechos sociales emanados de la Constitución de 17, otra relevante aportación.

Estos, apenas un mínimo ejemplo de la riqueza que suman 200 años de vida independiente a nuestra Carta Magna, sin soslayar el papel fundamental del Poder Judicial, particularmente de la Suprema Corte, máximo intérprete de la Constitución, garante de su vigencia acorde con los principios que la inspiran y orientan y que a través de su consolidación como tribunal constitucional le da vida y movimiento, salvaguardando su carácter de Ley Suprema.

Ministra de la SCJN

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