Ana Thiel, escultora mexicana, mujer de alma cristalina, es amiga mía desde hace décadas. Quiero decir que su quehacer ha llenado mis días del inmenso placer que se siente al contacto con el arte en su expresión más bella. Hemos tenido conversaciones que duran minutos mientras las palabras se pronuncian y luego habitan mi mente durante meses, con resonancia de siglos, trasfondo poético y sedimento filosófico.

Mi casa contiene varias piezas que han salido de su horno y son transparentes como sus ojos cuando me miran de frente para hablar de los puentes. Ana se ha reunido con otras cinco artistas: tres de ellas son de México y tres de Estados Unidos. Su exposición colectiva se titula Puentes, no muros.

El profundo significado que tiene esta frase se yergue valiente para enfrentar a un gorila de pelaje amarillento, macho alfa de una tribu belicosa y bien armada, cuyos rifles han cobrado las vidas de muchachos inocentes que apenas iniciaban su camino. Frente a las bravuconadas del poderoso, seis mujeres levantan su voz y declaran que lo suyo son los puentes.

De ahí que yo piense en los puentes que unen nuestros países, que son mucho más que construcciones de ingeniería civil para atravesar el río que nosotros llamamos Bravo y los habitantes de Estados Unidos llaman Grande.

Sostienen los arqueólogos que hay vestigios de puentes construidos en la prehistoria. Muchos de ellos desaparecieron ya, como los altos árboles talados y transportados para alcanzar las dos orillas de un río.

Durante el esplendor del Imperio Romano se construyeron puentes majestuosos como el de Alcántara, que se levanta sobre el Tajo, en la provincia de Cáceres, cerca de Portugal. Fue construido en el año 103. Sus piedras han soportado el paso de dos milenios y su compostura se ha conservado gracias a la perfección de la técnica.

Elemento fundamental de la creación de puentes de piedra es el cemento. En la Antigüedad se utilizó una mezcla llamada puzolana, que contenía agua, limo, arena y roca volcánica. ¿Cuál será el mejor cemento para unir a los seres humanos? ¿De qué playa o yacimiento podremos extraer la arena que sirva para crear vínculos y lograr la armonía que tanto anhelamos?

Puentes sólidos de hermosa hechura, los de madera. Viene a mi memoria la película Los puentes de Madison con dos actores de primera: Meryl Streep y Clint Eastwood. El guión está basado en la novela homónima de Robert James Waller. Fue producida por la compañía Malpaso, situada en Carmel, California. Muchas veces pasamos por ahí, con el corazón acelerado ante la posibilidad de 
vislumbrar en el camino al vaquero inmortal.

Los puentes del Condado Madison tienen techo para evitar que la nieve se acumule sobre la madera del piso, y de esa manera resguardar a los vehículos. El puente Roseman, donde ocurre el romance que da vida a la película, trasmite la sensación de acoger a los amantes y darnos a los espectadores seguridad y protección ante los embates de la naturaleza.

“Cuando las luciérnagas estén volando nos volveremos a reunir, siempre que usted quiera”, decía la nota que Francesca cuelga en el puente en un intento desesperado de vivir una pasión que no compartía con su marido, un hombre bueno, pero alejado de momentos calurosos de pasión incontenida.

La película tenía como trasfondo el poema de Lord Byron que dice: “Hay un placer en los bosques sin senderos. / Hay un éxtasis en la orilla solitaria. / Hay sociedad donde nadie interfiere. / Por el profundo mar, y música en su rugido: / No amo menos al hombre / sino más 
a la Naturaleza. / Desde nuestras entrevistas, / en las que robo / Desde todo lo que puedo ser / o he sido antes”.

El uruguayo Mario Benedetti, quien creció a la orilla del Río de la Plata, escribió en su poema “El puente”: Para cruzarlo o para no cruzarlo / ahí está el puente / en la otra orilla alguien me espera / con un durazno y un país / traigo conmigo ofrendas desusadas / entre ellas un paraguas de ombligo de madera / un libro con los pánicos en blanco / y una guitarra que no sé abrazar”.

En la orilla mexicana esperamos a los paisanos cuando vienen de regreso al terruño, para ofrecerles nuestro país, no con un durazno, pero sí con una granada roja, hecha de pequeñas joyas naturales, llenas de sabor.

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