Hace un par de semanas, Margarita Zavala fue cuestionada –en el noticiero radiofónico de Karla Iberia Sánchez– sobre su opinión a propósito de la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que vuelve inconstitucional cualquier limitación del derecho al matrimonio para las personas de la diversidad sexual. Entonces, ella señaló que no podía especularse ni situarse en el terreno de la opinión un tema que ya tenía fuerza de ley en nuestro país; es decir, que más allá de lo que ella o su partido pensaran acerca del valor de las familias –no olvidemos que Acción Nacional ha sido generalmente reacio a incluir estos temas en sus agendas–, la protección de las familias diversas y el cumplimiento del derecho a la no discriminación por orientación sexual o identidad de género ya eran una obligación en nuestro país, que nadie podía limitar en vista de creencias particulares. Conozco a Margarita Zavala y sé que es moderna y progresista, que cree en el paradigma de los derechos humanos, y por eso mismo sé también que expresar estas opiniones no debió ser fácil, como miembro de un Partido que ha insistido en proteger un modelo nuclear de familia.

La sexualidad y la afectividad son cuestiones personalísimas, que se relacionan con la dimensión más privada de nuestra identidad, de quiénes somos y de la manera en que queremos aparecer frente a los demás. Cuando fuimos niños, aprendimos que el amor y la sexualidad son las de nuestros padres, la de las familias tradicionales; y se nos enseñó también que quien se aparta de este modelo se vuelve improductivo y sospechoso de disidencia. Por eso nos cuesta trabajo aceptar que las familias que integran personas del mismo sexo o la afectividad que surge entre dos hombres o dos mujeres es tan válida y digna de respeto como la que tienen nuestros padres. Nuestra respuesta es entonces el miedo a que estas realidades–que, de hecho, siempre han estado allí, pero nos negábamos a verlas– alteren el orden social. Por supuesto, esta creencia es falsa. Las personas con vidas afectivas y sexuales plenas, sin miedo a la discriminación o la violencia, son personas productivas, sanas y libres. Pero hay algo más: aunque nos cueste trabajo aceptar este hecho y visualizar a la diversidad sexual como legítima y valiosa, lo que resulta una obligación es respetar los derechos de este sector de la población. Como señaló Margarita Zavala, más allá de lo que creamos, no se puede especular acerca del carácter obligatorio de la protección de las familias diversas desde el imperio de la ley.

En estos días, hemos sabido de marchas, en entidades del país como Guadalajara, que expresan la opinión de un sector de la población que siente amenazada su visión de la familia por la declaración de constitucionalidad del matrimonio igualitario. Se han destinado muchos recursos materiales y humanos a movilizar a estas personas que creen que sólo son valiosas las uniones afectivas y sexuales entre un hombre y una mujer. Frente a estas manifestaciones ideológicas, siempre me he preguntado por qué a veces uno siente la obligación de convencer a los demás acerca del valor de los propios prejuicios. Más allá de lo que estas personas crean –lo cual es muy respetable mientras no se incite al odio o la violencia de manera directa–, lo cierto es que ellas tienen que acatar la jurisprudencia de la Corte de manera inmediata. Quisiéramos que estas personas cambiaran de parecer, que ampliaran su visión sobre el valor de la sexualidad y la afectividad, y que no se sintieran agredidas por las expresiones de afectividad que no pasan por la heterosexualidad. Pero por el momento –aunque nos cueste trabajo en vista de nuestras creencias–, tenemos que respetar el imperio de la ley que obliga a funcionarios y funcionarias del ámbito civil a no limitar el derecho al matrimonio igualitario; y también, el imperio de la ley que obliga a todas y todos a frenar nuestros odios, ignorancias e inseguridades frente a quienes han elegido vivir su afectividad y sexualidad de una manera no mayoritaria, aunque perfectamente legítima.

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