Este camino incierto, que en algunos tramos deja de ser recto para volverse sinuoso, que se detiene a la orilla del precipicio y se asoma al abismo para descubrir que, en el fondo, no hay otra cosa que el reflejo del cielo... este transitar de la luz del alba al atardecer en que se pierden las siluetas, esto que llamamos vida, puede transcurrir en habitaciones con la puerta abierta, o en celdas cerradas.

Los que están dentro no son siempre culpables de los delitos que se les imputan. Los que van por la calle no siempre están libres de culpa.

Por diversas razones, he visitado el penal de mi ciudad. El aire que se respira al traspasar las rejas está cargado de confesiones, arrepentimiento, dolor y reflexión. También de injusticia y rencor. Quienes ahí habitan se han asomado tantas veces al acantilado que se vuelven expertos en escalar sus muros interiores, conocen cada pliegue de su propia memoria. Los últimos momentos vividos en libertad se vuelven una película que se proyecta sin cesar en su mente. Esa proyección puede ser una obsesión que ahuyente el hambre o el sueño.

Roberto Juarroz, poeta argentino, en su poema “El hombre es siempre” dice: “Porque si todo hombre es la historia de sus cárceles, / la lamentable historia de un ex presidiario / que vuelve a su prisión / o inaugura otra, / a veces es también la historia de quemarse / al incendiar la mayor de sus prisiones. / O ni siquiera la mayor: / la que estaba en el límite. // El hombre es siempre / el constructor de una cárcel. / Y no se conoce a un hombre / hasta saber qué cárcel ha construido”.

Muchas prisiones en México, al dejar de servir como tales, se han convertido en espacios culturales. En el Museo Felguérez de Zacatecas, hace veinte años un custodio nos compartió que había sido interno y nos mostró su celda. Todavía temblaba su dedo al señalar el lugar donde durmió sobre un petate noches que duraban la eternidad. Los techos de San Juan de Ulúa destilan gotas de agua como lágrimas de Chucho el Roto. El Centro de las Artes de San Luis Potosí resguarda la celda donde Francisco I. Madero estuvo preso, junto a compañeros de lucha.

Oscar Wilde escribió en prisión su ensayo “De Profundis”, de donde tomo estas líneas: “Cada vez que somos enjuiciados, toda la vida es enjuiciada (…) Lo que acontece a otro, acontece a todos… si deseamos una inscripción de placer o de dolor para leerla al alba y al ocaso, debemos escribir en los muros de nuestra casa estas palabras a las que el sol dará luces de oro y la luna reflejos de plata: ¡Todo lo que le sucede a uno mismo, le sucede al otro!”

El doloroso trance que vivimos por la pandemia covid-19, en que se puso a prueba nuestra entereza, nos llevó al encierro domiciliario. En algunos casos, los hogares se convirtieron en prisión. Miembros de la familia se asumieron como carceleros, maltratando a menores indefensos, ancianos impotentes o personas con discapacidad.

No puede haber cárcel más oscura.

Marcos Ana, luchador social español, opositor de Franco, fue encarcelado a los diecinueve años. Este es su testimonio:

“Veintidós años… ya olvido / la dimensión de las cosas, / su color, su aroma… // Escribo a tientas: el mar, el campo… / Digo bosque y he perdido / la geometría de un árbol. // Hablo por hablar de asuntos /
que los años me borraron. // (No puedo seguir: escucho /
los pasos del funcionario)”.

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