Estambul significa un rotundo mentís para quienes afirman que la globalización cultural ya alcanzó todo el orbe. Esta ciudad es prueba palpable de que aunque el ser humano es fundamentalmente el mismo en todas partes, las sociedades y las culturas son muy diferentes entre sí.

Un nómada incansable, el corresponsal catalán Enric González, dice que quienes han viajado poco o viajado mal suponen que hoy todos los países se parecen bastante. La razón es clara: existen numerosas ciudades donde si uno no se aleja del aeropuerto, de los hoteles o de las áreas comerciales o turísticas, es decir de la zona de confort, esa errónea creencia sobre la “globalización total” permea al visitante.

Estambul, por fortuna, no es el caso. Ni aun en el aeropuerto, sus alrededores o en las zonas turísticas esta urbe ha permitido que la llamada globalización cultural se haya colado completamente a sus entrañas. No es tan fácil, pues, hallar esa asimilación occidental que tanto sobresale en otras ciudades del mundo.

De entrada, se trata de una ciudad sui generis, no sólo por haber sido durante siglos parte fundamental de la Historia (así, con mayúsculas), sino también por estar situada en dos continentes, lo que la ha convertido en un sitio de transición entre lo que es Occidente y Oriente, aunque en los últimos años exista un claro acercamiento con el Este, sobre todo desde la llegada al poder de Recep Tayyip Erdogan. El hoy presidente, y por más de diez años primer ministro, ha metido a Turquía en un proceso de islamización al que hay que agregar el arribo de más de tres millones y medio de refugiados musulmanes sirios, quienes se han dispersado por todo el país, aunque 500 mil viven en Estambul.

Este choque cultural cimbra al visitante occidental desde que se pisa por vez primera el aeropuerto Sabiha Gökçen (SAW), una terminal alterna situada en la zona asiática y que dista 50 kilómetros de la parte antigua de la ciudad.

De entrada, impacta el uso de velos islámicos (hiyabs y niqabs) en la mayoría de las mujeres, así como el mosaico de nacionalidades que es posible observar de cerca en las largas filas para adquirir una visa, primero, y luego para pasar los controles de migración, proceso que puede demorar hasta tres horas. La causa es simple: más de la mitad de las casetas de control están fuera de servicio, pues no hay suficiente personal.

Un trámite que debería ser de máximo diez minutos, se convierte, gracias a la burocracia turca, en un tortuoso proceso. Aunque en descargo hay que decir que la situación permite la observación e, implícitamente, la convivencia con decenas de personas de diferentes orígenes. Así se trate de un mero contacto visual, éste es enriquecedor, pues en la fila hay numerosos pasajeros venidos del este: moldavos, azeríes,  egipcios, árabes, iraquies… (el pasaporte los delata), pero también destaca la presencia eslava: búlgaros, serbios, rusos, polacos. Son precisamente dos hombres provenientes de las tierras de Walesa, Wojtyla, et.al, quienes dan la nota discordante, pues aprovechando la calefacción aeroportuaria visten playeras de manga corta y presumen brazos completamente tatuados y bíceps de atleta. Se trata de un par de individuos de facciones duras, de esos que en épocas de la guerra fría el cine gringo hubiera puesto a actuar como agentes de la KGB o la Stasi alemana, pero que hoy encasillaría como integrantes de la “mafia rusa”.

Queda claro que esta auténtica babel deja en evidencia las profundas barreras idiomáticas que nos restriegan, para nuestro pesar, que en esta región del mundo ni el inglés es el esperanto que abre todas las puertas (como dicen los comerciales de Interlingua), ni el castellano tiene la importancia que en ocasiones le atribuimos los hispanoparlantes. En un contexto así el lenguaje de las señas adquiere vital importancia.

En busca de identificarnos con algo más familiar, tratamos de tener una conversación con un joven español que se encuentra en la fila delante de nosotros. Cualquier pretexto es bueno para romper el hielo, por lo que le preguntamos sobre la ubicación de las bandas donde entregan el equipaje. Pese a que tratamos de ser amistosos, el hombre se muestra esquivo. Dice que lo disculpemos, pero que él desconoce esa información, pues no trae más equipaje que su mochila, y se voltea de inmediato. En el muchacho destacan unas largas barbas descuidadas y la ropa desgastada, muy raída. Su descolorida “mochila” es tan pequeña que parece bolsa de mano. Está nervioso, eso es evidente. Apenas pasamos los controles aduaneros, el susodicho sale disparado hacia la salida sin siquiera despedirse. No es nuestra intención prejuiciar ni caer en estereotipos tipo Hollywood, pero así sea fugazmente el ISIS y el reclutamiento de chavos europeos occidentales por medio de Internet pasa por la mente sin que nos lo hayamos propuesto.

Es en ese momento cuando recordamos los no tan lejanos atentados en Estambul contra una discoteca y contra el Atatürk, el otro aeropuerto de esta ciudad, que dejaron un saldo de casi 100 muertos. Para documentar el pesimismo (Monsiváis, dixit): sólo en 2016, más de 300 personas fallecieron debido a atentados cometidos en Turquía por el Estado Islámico. De pronto, también a nosotros nos urge salir.

Un frío que intimida

Afuera del puerto aéreo nos encontramos con una ciudad con luces mortecinas y un frío que intimida quizá tanto como los ininteligibles letreros en turco y los recuerdos de los atentados. Estamos en marzo, pero eso poco importa. Aquí, el termómetro marca menos de cero grados y sobre Estambul cae una ligera aunque pertinaz aguanieve.

En el larguísimo trayecto hacia la parte antigua de la ciudad (casi hora y media de camino debido al tráfico y al clima), un hombre de mediana edad que no habla más que árabe y turco conduce la camioneta que se dirige hacia el hotel donde nos alojaremos. Quizá con remordimientos por los 45 euros (poco más de mil pesos) que nos cobraron por el traslado, o simplemente porque quiere ganarse la propina, durante todo el trayecto trata de agradarnos: se dirige a nosotros amistosamente, y cada cinco minutos nos regala chocolates y galletas mientras en la radio a todo volumen suena desde new age, hasta pop turco, ópera e incluso reaggeteon. De nuevo entra en acción el lenguaje de señas.

Cuando transitamos sobre uno de los puentes que unen Asia y Europa grita de emoción y dice, eso le entendemos, que estamos en medio de los dos continentes. Minutos más tarde hace lo mismo cuando pasamos por la zona de donde parten los ferrys que realizan los recorridos por el río Bósforo. Voltea a vernos, y nos señala con orgullo los transbordadores atracados en el puerto.

El largo viaje nos confirma que Estambul es ya una megalópolis a la que no se le ve principio ni fin. Los 50 kilómetros del SAW a la zona antigua son una sucesión de rascacielos, grises multifamiliares, gigantescos outlets, oficinas e industrias de todo tipo y, por supuesto, decenas de mezquitas.

Como ocurre con la CDMX y otras urbes en el mundo, el crecimiento desmedido, debido a la falta de planeación, ha provocado el surgimiento de una gran zona conurbada, proceso en el que ciudades asiáticas como Üsküdar y  Kadiköy han quedado unidas a Estambul.   ¿Resultado?: en el área metropolitana viven ya más de 15 de los casi 80 millones de turcos que radican en su país natal. Algo así como Ecatepec y Neza con la Ciudad de México, aunque sin Bósforo ni mezquitas de por medio.

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