Muchos se preguntan hoy –incluso priístas— ¿por qué si el presidente Enrique Peña Nieto se impuso con tanto margen a sus contrincantes y pudo hacer gabinete a modo, cuenta con un Congreso más o menos a modo y tiene toda la fuerza de los gobernadores del PRI, el ambiente no es de euforia, ilusión, mínimamente de esperanza?

Yo tengo mi propia respuesta, que va mucho más allá del fraude en las urnas, la imposición del Trife, las tarjetas pre pagadas o el sketch de Televisa. En realidad, los mexicanos no es que estemos pesimistas u optimistas con respecto a la vuelta del PRI a Los Pinos (antes era esto sinónimo de haber o no haber obtenido hueso), es que no sabemos cómo estamos. Lo peor: no sabemos ni siquiera qué pasó el pasado mes de julio.

Sí, claro, el texto breve aquel de Tito Monterroso: despertamos y el dinosaurio estaba ahí. Nunca se fue. Todos llevamos un priísta dentro… Los 100 mil muertos de Calderón, las frivolidades de Fox, los controles de Elba Esther y las incapacidades del “gabinetazo” o del club de amigos de los sexenios anteriores. La buena percha del presidente, su romance de telenovela, el manejo del innombrable… Pero: ¿son ese cúmulo de lugares comunes explicaciones convincentes para entender el raquitismo, la anemia y la pesadumbre que invade miles de corazones en México?

No lo creo. Hay algo mucho más de fondo. Y es mi hipótesis. Dice Christian Salmon (Storytelling, 2010) que detrás de las campañas electorales victoriosas “se esconden las aplicaciones técnicas del storytelling”. Y que “el Imperio ha confiscado el relato”. Un par de afirmaciones que pasarían por esotéricas de no dar —creo yo— en el clavo. ¿Qué es el storytelling? El nuevo arte de la mercadotecnia, ya no para vender una marca (un partido político) o un producto (un candidato), sino para contar un relato al público (al consumidor, al votante). Casi como si dijéramos, el arte de contar un cuento al mercado (de compradores, de ciudadanos con credencial) sobre una ficción que nada tiene que ver con la marca o el producto que se promueve, sino con la emoción o el sentido de vida que suscita en los demás.

En el tema político-electoral, el storytelling ejemplifica el triunfo de Bush (una nación poderosa), de Sarkozy (una nación que defiende su identidad), de Merkel (una nación locomotora de Europa) o de Obama (una nación de inmigrantes que vuelve a creer en sí misma). Es por eso, porque se trata de verdades a medias (o mentiras completas pero muy bien dichas), por lo que “el imperio ha confiscado el relato”. Antaño la lucha por el poder se ganaba con artimañas propias del poder (las amenazas, las dádivas, el puesto, el presupuesto). Hoy se gana contando historias para que la gente recite una letanía: el PRI es el partido oficial de México y Peña Nieto el abanderado del nacionalismo posmoderno; es capaz de reescribir la estrategia de Sherezade: la construcción de la ilusión (de que vamos a tener paz, salir de pobres, caminar por alfombra roja con el país de la mano).

La poca euforia que se percibe en estos días no tiene que ver con que el dinosaurio estaba ahí cuando despertamos. Tiene que ver —creo yo— con lo que sucede cuando vemos un anuncio de televisión que nos encanta (por los paisajes, la escenografía, los actores, la música, el diálogo, la iluminación, el eslogan...) y nos invita a comprar algo que no alcanzamos a saber para qué nos sirve, pero que parece necesitarnos rabiosamente.

Periodista y editor

Google News