Si la justicia imperan en Hollywood, este domingo la película Birdman de Alejandro González Iñárritu ganará varios de los nueve premios Oscar por los cuales está nominada.

Pero si el sentido común gobierna en la Academia de Cine de Estados Unidos, el mexicano no recibirá la soñada estatuilla por Mejor Director, porque Birdman no es la mejor película de “El Negro”.

El asunto es que el cineasta nos ha contado siempre la misma historia: un personaje en conflicto consigo mismo y con el mundo que lo rodea. Distintos países, distintos ambientes, pero el mismo personaje: hombres, con familia, sin familia, peleando con las fuerzas incontrolables de la vida, siempre a contra corriente.

Seres nómadas, viajando por lugares inhóspitos, desierto (Babel) o ciudad (Biutiful), o un teatro lleno de actores locos (Birdman). Da igual.

Tipos duros atormentados por sus pecados (Benicio del Toro en 21 Gramos), o atormentados por los pecados de otros (Sean Penn, también en 21 gramos).

Los personajes de González Iñárritu son como sus películas: erráticos, con poca definición, inmersos en conflicto, muchas veces, sin motivo aparente: ¿Qué hace un gringo y su familia, viajando en el desierto mientras su matrimonio se desmorona? (Babel). ¿Por qué un tipo le quiere bajar la vieja a su hermano, a como dé lugar (Amores perros)

Luego está la parte técnica y visual. ¿Qué necesidad de enfrascarse en un plano secuencia, fallido además, para contar la historia de un hombre pájaro que se somete a tanto sufrimiento por dos gramos de reconocimiento profesional? (Birdman)

Da la impresión de que Iñárritu quiso hacer lo que Alfonso Cuarón ya había hecho: dejar al mundo con la boca abierta, con esas tomas larguísimas sobre dos personajes perdidos en el espacio. (Gravity)

En términos de argumento, González Iñárritu no es un autor innovador y es lamentable que haya terminado a la greña con el escritor Guillermo Arriaga, quien sí sabe del oficio de narrar.

Más que verlo, a González Iñárritu hay que escucharlo. El universo auditivo de este hombre es inmenso, pero poco comprendido. En Birdman está ese score, repetitivo, insistente, del baterista mexicano Antonio Sánchez, descartado de la competencia por el Oscar porque para los gringos escuchar y ver a un tipo tocando la misma nota en la batería no es música.

Luego está el trabajo de sonido por parte de Martín Hernández, locutor y productor de radio, como el mismo González Iñárritu. Hernández, un melómano, de oído fino, como Iñárritu.

Birdman es una obra maestra sonora, incluidos los tips super chilangos, incrustados en la trama, como para jugar con el espectador que se haya lavado los oídos ese día.

Tampoco podemos ignorar el trabajo de Michael Keaton, rejuvenecido con un personaje complejo, luego de haber tocado fondo con sus interpretaciones de Batman.

Alejandro González Iñárritu realizó una obra maestra hace 14 años, se llama Amores perros, con guión de Guillermo Arriaga. Desde entonces “El Negro” no se ha superado a si mismo, se ha perdido en un laberinto de indefiniciones, como sus personajes, en espera de ganar un Óscar y ser reconocido como el gran cineasta que el mundo estaba esperando.

El mexicano debería abandonar sus aspiraciones de grandeza y ser más humilde, reconocer los motivos de fondo que lo llevaron a filmar cosa como el cortometraje sobre el 11 de septiembre y los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York (11’09’01”, capítulo México).

Como dice un sabio amigo, en el cine y en la vida no se debe confundir lo grandote con lo grandioso y ese es el problema con González Iñárritu. FIN

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