La trabajadora social de un hospital de alta especialidad había sido muy clara: Edith recibiría una llamada telefónica todos los días, entre dos y seis de la tarde. La tendrían diariamente informada sobre el estado de salud de su esposo Daniel, enfermo por Covid-19. “Por favor, retírese. Todo será por teléfono. No llame, nosotros lo haremos”, aseguraron.

Empezó mal. Personal del hospital omitió la preciada llamada desde el primer día. 30 horas después, Edith recibió un mensaje de su esposo que provenía del celular de una paciente.

-Me tienen que intubar o me voy a morir. Me dicen que solo tengo un diez por ciento de probabilidades de sobrevivir.

-¿Te dijeron cuándo te intuban?

-Cuando alguien salga o muera. Les aviso para que me den sus bendiciones. Los veré, posiblemente, en tres semana o, tal vez, ustedes solo verán mis cenizas.

-Tranquilo. No te vamos a dejar.

A pesar del alarmante mensaje, Edith siguió sin recibir la llamada. Muy angustiada intentó obtener más información pero fue inútil. Un día después, un amigo logró hablar con un alto funcionario del hospital quien presionó para lograr que se comunicaran con ella. La propia dirección no podía creer la discrepancia entre su protocolo y la realidad. La negación.

Finalmente, a las 6 de la tarde del martes un doctor llamó a Edith. Su voz tenía el tono de una persona con agotamiento emocional y erosionada de empatía. Entre frases cortas, les dijo:

-Si no muere alguien de terapia intensiva en las próximas 24 horas no podré intubarlo y solo tendré paliativos para darle.

Indignados, Edith y sus hijos cuestionaron al doctor quien acabó por admitir que podrían trasladarlo si ellos encontraban un hospital con ventilador. La noticia cayó como una bomba. El doctor habían desperdiciado horas claves antes de transmitirles esta posibilidad.

La familia ubicó el hospital con respirador y pagaron la ambulancia. Con prontitud fue trasladado. El nuevo personal médico se negó a intubarlo de inmediato pues requerían una valoración. “Pudo haber habido negligencia”, dijeron. Entre rituales hospitalarios, se agotó la vida de Daniel. Murió a los 53 años.

Historias dolorosas como éstas, pueden desencadenar incidentes como el ocurrido el pasado viernes en Ecatepec, donde un grupo de personas ingresaron por la fuerza al Hospital de Las Américas, tras agotarse su paciencia ante la falta de noticias sobre sus familiares.

El personal de terapia intensiva está exhausto. Habrá que valorar si la delicada tarea de comunicar con precisión y compasión debe estar a cargo del recurso humano más escaso y desgastado.

¿Será posible instalar pantallas informativas a las afueras de los hospitales? ¿Es viable un sistema automatizado de mensajes de texto a celulares que informen la evolución del paciente, tal y como lo hacen empresas que transportan mercancías?

Los hospitales Covid son zonas de guerra, en ellas hay muchos héroes, no hay duda. Sin embargo, también hay víctimas. Vivimos situaciones inéditas que requieren de nuevas estrategias. Una tarea fundamental tiene que ver con el derecho a la información.

Para la transmisión de la información más delicada, ojalá podamos garantizar que la comunicación la pueda llevar a cabo un psicólogo o un tanatólogo. Una persona que pueda, todavía, convivir con los sentimientos de rabia, angustia y tristeza que se desencadenan en quien escucha, por primera vez, que no verá a un ser querido nunca más. Es tan importante intubar como informar.

* Los nombres de esta historia fueron alterados para preservar el derecho a la privacidad.

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