Antonio Marimón nos daba lecciones de futbol en la redacción del periódico La Crónica. “Hay jugadores del montón, jugadores buenos, jugadores muy pero muy buenos, y después existe, por encima de esa escala, una última clase...”.

En esa última clase solo había lugar para los genios. Los futbolistas que hacían época y marcaban una década. Di Stefano lo había hecho en los años 50. Pelé en los 60. Johan Cruyff en los 70. Maradona en los 80.

Marimón decía que antes de todos ellos hubo un argentino, Adolfo Pedernera, jugador del River Plate y maestro de Di Stefano. Pero el mundo ignoraba ese secreto porque Pedernera existió antes de que el futbol llegara a la televisión.

Marimón murió en 1998. No le tocó ver al otro miembro indiscutible del club: Lionel Messi. Pero había llegado a México, huyendo de la dictadura argentina, con tiempo suficiente para convertirse en uno de nuestros grandes cronistas deportivos –le pasó lo que a Pedernera: murió antes de que llegara internet y sus crónicas quedaron olvidadas en las hemerotecas—, lo que le permitió estar en el Azteca el 22 de junio de 1986, a la hora en que se produjeron dos momentos definitivos en la historia del futbol: “el gol del siglo” y “la mano de Dios”.

Para quienes habíamos presenciado todo aquello en la pantalla de una Philco a colores, haber estado en el Azteca aquel día era como haber visto la batalla de las Termópilas o el Desembarco de Normandía.

Yo pienso en 1986 y veo la ciudad deshecha por el terremoto del año anterior: esqueletos de edificios, montañas de escombros sobre Tlalpan, la colonia Roma, el Centro, la Doctores. Sé que en el cine pasaban “El jinete pálido”, con Clint Eastwood, y que “África mía”, con Meryl Streep y Robert Redford, abarrotaba las taquillas.

Sé también que eran los años de “Cachún Cachún Ra Ra”, y del programa aquel en que salían Erika Buenfil y René Casados: “XETU”. El comercial más famoso era el de “El momento Carta Blanca”, que llevó a una efímera fama a la sensual Mar Castro –la célebre Chiquitibum. En esos tiempos la leche “Milo”, “el sabor del triunfo”, era “el alimento oficial México 86”, y artistas famosos, entre ellos Lola Beltrán, habían sido contratados por la Secretaría de Turismo para llevar a cabo una campaña que recomendaba a nuestros salvajes connacionales “ser amigos del turista”, y les recordaba que “el buen trato a los visitantes da empleo a más mexicanos”.

Muchos años más tarde sabríamos que el gol más bello de aquel Mundial fue el de Manuel Negrete contra la selección de Bulgaria. El “Esto” cabeceó al día siguiente: “¡México, Qué Padre!”. La cabeza secundaria decía: “El gol de Manuel Negrete, UNA OBRA DE ARTE”.

Desde su primer partido la selección mexicana enloqueció al país con aquel equipo inolvidable: Pablo Larios, Fernando Quirarte, Armando Manzo, Miguel España, Hugo Sánchez, Tomás Boy, Javier Aguirre… Sin embargo, por encima de todo eso, y por encima de la ciudad deshecha, giraba Diego Armando Maradona.

Diría Marimón años después que Pelé, “O Rei”, fue más completo que el argentino en técnica individual, y que además estuvo acompañado por una generación estelar que le ayudó a consagrarse.

Maradona venía con Burruchaga, Passarella, Olarticoechea, Ruggeri y Valdano, que daban funciones a toda orquesta y paseaban la pelota por todos los rincones del terreno, pero eran inferiores en jerarquía a quienes rodearon al Rey.

Y sin embargo, Maradona arrastró a su equipo hacia la final, y lo hizo solo con su zurda, su velocidad y su increíble talento para realizar lo impensado. Porque lo impensado, dejó escrito Marimón en alguna de esas crónicas sepultadas, es lo que vuelve al futbol hermoso.

El segundo gol de Maradona contra Inglaterra, el 22 de junio de 1986, es irrepetible. Nunca habrá nada igual. Ese gol lo sobrevivirá y un día hará que se pongan de pie aficionados que no han nacido.

Al Mundial del 86 vinieron Paolo Rossi, Rummenigge, Michel Platini, Butrageño, Zico, Lineker. Pero el protagonista era él. El protagonista en medio de todo era él, y esa magia solo sucede una vez cada diez o cada quince años.

Recuerdo ahora a Marimón, que pegaba en el escritorio preguntando por qué Diego Armando no se volvió burgués y confiable, como Pelé; recuerdo a Marimón contando que la expulsión de Maradona del Mundial de 94 fue para Argentina un golpe tan demoledor como la muerte de Gardel, y recuerdo también aquellos días en la ciudad deshecha, en la que un instante quedó grabado para siempre en la historia del futbol.

Cuando cae un futbolista así, el mundo queda desolado y huérfano.

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