En alguna migración de la Prehistoria, un grupo de Homo sapiens salió de la zona de peligro, dejó atrás el territorio helado, descubrió un oasis y celebró el primer banquete del género humano al compartir la caza del día. Había árboles frondosos y suave pasto bajo sus pies. Algunas aves de plumaje colorido llenaban el aire de trinos. Luego de saciar su hambre y su sed, algo prodigioso ocurrió en el cerebro de aquellos seres. Habían vivido el placer. En sus neuronas quedó la imagen de sus compañeros de andanzas, con un sentimiento anterior a la gratitud.

Esa felicidad dio origen a la composición musical para expresar la dicha, los llevó a la búsqueda de palabras para agradecer a la naturaleza o a un ser superior el milagro de estar vivos y tener familia.

Contemplar un paisaje, recibir en la piel la caricia del viento, sentir en el rostro la fuerza de un sol que brilla con intensidad. Sentir la cercanía del otro. Escuchar los latidos de su propio corazón. Esos placeres primitivos bastaron a nuestros ancestros para dar sentido a su vida. 
Pablo Neruda lo expresa en su “Oda al día feliz”: “Esta vez dejadme ser feliz, / nada ha pasado a nadie, / no estoy en parte alguna, / sucede solamente / que soy feliz / por los cuatro costados / del corazón, andando, / durmiendo o escribiendo. // Qué voy a hacerle, soy feliz. / Soy más innumerable / que el pasto / en las praderas, / siento la piel como un árbol rugoso / y el agua abajo, / los pájaros arriba, / el mar como un anillo / en mi cintura, / hecha de pan y piedra la tierra / el aire canta como una guitarra”.

Hay una calle en la ciudad de Querétaro que en el siglo XVIII se denominó Calle del Placer. El motivo del nombre estriba en la cercanía de los baños que las capuchinas mandaron construir en su convento. Nada agradaba más a estas mujeres que el baño diario; para complacer este deseo, la abadesa pidió a su sobrina, María Paula Guerrero Dávila, que le pidiera a su esposo, don Juan Antonio de Urrutia y Arana, marqués de la Villa de Villar del Águila, que les trajera agua limpia y cristalina con que llenar sus termas.

El marqués construyó un acueducto que condujo las aguas de los manantiales de El Pinito, en La Cañada, hasta el convento de La Cruz, donde se hacía llegar a las fuentes públicas y privadas, para cumplir el deseo de las monjas. El acueducto se concluyó en 1738.

Las pilas de azulejo donde se bañaban las monjas sobreviven hoy, en el edificio que aloja al Museo de la Ciudad. En la cima del cerro Sangremal, el convento franciscano conserva la alberca de los frailes que en su tiempo se llenó de agua: en época de calor refrescaba sus cuerpos y les llenaba de placer.

Al paso de los años, hay quien se arrepiente de no haber aprovechado el tiempo, de no haber construido su propia casa interior para que en ella habitaran los placeres. Dice Jorge Luis Borges, en su soneto “Remordimiento”: “He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz. Que los glaciares del olvido / me arrastren y me pierdan, despiadados. // Mis padres me engendraron para el juego / arriesgado 
y hermoso de la vida, / para la tierra, el agua, el aire, el fuego. / Los defraudé. No fui feliz”.

Sobre los placeres eróticos, Alberto Ruy Sánchez escribió el poema “Entre tres árboles”: “Me pierdo entre tus brazos / y tus piernas / como quien se hunde / en un bosque / del tamaño de la noche / que comienza. // Perdido en ti / te encuentro. // Tu mirada me guía / de tus bosques hacia tus mares. / Tu olor me envuelve / y me anticipa / lo que es / estar en ti, / entre los muros movedizos / de tu cuerpo: / en esa cámara obscura / donde me inicias / al deslumbramiento”.

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