Escucho a dos presentadores de noticias blancos decir en una estación de radio que la discusión sobre pigmentocracia que hizo estallar las redes sociales este fin de semana busca “distraernos de lo que realmente importa”. O de lo que a ellos importa.

Leí antes en Twitter a un ex candidato a la presidencia –otro hombre blanco–, llevar ridículamente la discusión sobre pigmentocracia al vitíligo que padece.

También encontré en estos días el tuit de una diputada donde aseguraba que “el racismo en México lo practican blancos, negros y mestizos”, que “no es un asunto de una pigmentocracia” porque –según su obtusa perspectiva– “unos y otros se discriminan por igual” (¡Por igual!, asegura la diputada, quien también tiene un tono de piel blanco).

Y leo a una ex legisladora, otra de piel blanca, sumarse al mismo desconocimiento que en estos días hemos leído en las redes: “En cuanto al debate pigmentocrático seré breve –sentencia– el hombre más rico de este país es moreno”.

Es evidente que a unos y otros el tema incomoda. Obviamente se sentirían más cómodos si en México no se discutiera el privilegio de ser blanco, si la conversación pública no abordase ese pigmento y ese cratos del que nos hemos beneficiado. Naturalmente, estarían más a gusto si no se debate ese supremacismo blanco que solo queremos ver entre nuestros vecinos del norte, a pesar de ser parte del orden económico y social que nos rige.

Toda esta discusión sobre racismo, que aparece de tanto en tanto, resurgió una vez más en un programa de televisión cuando una comentarista –también blanca, como el que escribe estas líneas– recurrió el término “pigmentocracia” para caracterizar la existencia de una sociedad donde el tono de piel determina en gran medida las posibilidades de ascenso social.

El concepto no es nuevo. Fue acuñado hace más de 70 años por el antropólogo chileno Alejandro Lipschutz, precisamente para referirse a las desigualdades o jerarquías sociales que se establecen basadas en características étnicas y raciales, como es el ser indígena, el poseer ciertos tonos de piel y el fenotipo de las personas. En realidad, lo sorprendente es que solo hayamos comenzado a hablar del tema recientemente.

Vivir bajo una pigmentocracia no quiere decir que todos los pobres tengan un tono de piel morena ni que todos los ricos sean blancos, como parece creer Soto. Lo que quiere decir es que existe un patrón en nuestra sociedad donde quienes tienen tonos de piel claros suelen tener mayores oportunidades educativas, mejores expectativas de ascenso social o más posibilidades de ocupar puestos directivos.

Observen sino el perfil de los integrantes del Consejo Mexicano de Negocios, de la mayor parte de los comentócratas, presentadores de noticias, ex presidentes o secretarios de Estado. ¿Cuántos de ellos tienen un tono de piel blanca y cuantos tonos oscuros o rasgos indígenas?

“El hombre más rico de este país es moreno”, dice Cecilia Soto, quien no puede más que recurrir a un empresario de origen libanés que –sabemos– no ha sido un grupo históricamente discriminado en México como ha ocurrido con nuestros pueblos originarios.

De todo esto hablan al menos unos 20 estudios producidos en instituciones como Inegi y Conapred, y trabajos académicos producidos en instituciones como el CIDE, el Colegio de México, la UNAM y otras fuera de México, así como los estudios del Centro de Estudios Espinosa Yglesias y Oxfam.

Esta última organización presentó la semana pasada un excelente trabajo a cargo de Patricio Solis, donde se ejemplifica con toda claridad hasta dónde el tono de piel representa una ventaja de origen. Tan solo uno de cada tres blancos en México, señala, nacen en familias que pertenecen al 25% más rico de la población, lo que representa 53% más que las personas morenas y 103% más que las de tez más oscura.

El debate sobre discriminación étnica y racial es parte esencial de una discusión aún más amplia sobre desigualdad que solo una mentalidad conservadora puede rehusarse a dar.

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