Antes de la pandemia, mi nieto Sebastián era mi compañero. En los fines de semana iba conmigo de compras: una aventura que le permitía explorar mundos nuevos. De todo el supermercado, lo que más le gusta es la pescadería. El exhibidor repleto de hielo triturado es una cama blanca donde están a la vista mojarras, bagres, blancos, tilapias. Los filetes de salmón y los trozos grandes de atún no le llaman tanto la atención como el huachinango, el rey de la barra, con su cuerpo de intenso color rojizo, su ojo redondo mirando a la nada, sus brillantes agallas. Sebas tiene cinco años. Frente a él se encuentra el mar, cuyas olas traen consigo la pesca del día colocada en esa espuma gélida. Su capacidad de asombro está intacta, nueva, dispuesta a todo. Sus ojos de niño están cerca de los pescados. Sus dedos se alargan, quiere tocar las escamas, sentir el filo de las aletas. No le doy permiso. Obedece, pero se queda con ganas que traspasan su rostro infantil, con deseos de sentir, oler y probar.
Sebas me recuerda que el mundo es inmenso. Su mirada se llena de gozo al encontrarse ante un pescado que mide medio metro y pesa cuatro kilos.

Hace no mucho tiempo, él medía medio metro. Los niños están cerca de los cachorros, las aves de corral, los gatos. Se entienden mediante la instintiva comunicación animal que los grandes hemos perdido, a fuerza de sacudirnos de encima la intuición, cambiándola por raciocinio bien informado.

A la muerte de Jesucristo, sus discípulos iniciaron la doctrina que lleva su nombre. En los primeros tiempos, los seguidores del nazareno fueron perseguidos por el Imperio Romano, hasta el año 313, cuando se promulgó un edicto en Milán estableciendo la libertad religiosa. Durante todo ese tiempo, cuando dos cristianos se encontraban, uno de ellos dibujaba un arco en la tierra. Si la otra persona completaba la figura de un pez, sabían que ambos practicaban la misma fe.

El símbolo secreto del pez recibía el nombre de ichtus, cuyo acrónimo en griego significa Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. Es probable que también tenga relación con Pedro, quien era pescador. Este dibujo se convirtió en relieve de las piedras de los primeros monasterios y lugares de culto.

El pescado era sagrado en la mitología greco-romana, que le adjudicó el significado simbólico de cambio y transformación. En el mito de Afrodita, la diosa y Heros se convirtieron en peces para escapar de la furia de Tifón. En el budismo, el pez simboliza la libertad y la plenitud en la vida.

Mi amigo Eulalio Gómez es un fraile franciscano, que ha vivido por años en los conventos que su hermandad tiene en mi ciudad desde hace cuatro siglos. Este hombre bueno es también un buen poeta. Ambos tenemos un amigo novelista y diplomático llamado Jorge F. Hernández, quien escribió en el prólogo del poemario La Tierra en destellos y otras voces, escrito por Fray Eulalio: “Es el poeta, pastor de nubes, que lee los cielos como si fuesen limpios pergaminos de un mar que flota y es también el que navega los océanos sin dudar ni un instante de su creencia inquebrantable de que la Tierra es de veras un planeta que es esfera, y que, por ende, el horizonte no es un abismo insalvable”.

De ese libro, que presenté en la Capilla Alfonsina de la Ciudad de México, es el poema “Barca para los mares” que comparto con usted: “Mar sin barcas, / infinitos son los peces de tu Infinito. // La barquichuela que soy, / desde mi límite navega / la inmensidad de tu belleza / una vez / otra vez / siempre veces. // Mi barca / abarca no abarca tu espacio / más amplio que el mío, / de infinitos peces de tu infinitud”.

La poeta Alfonsina Storni, quien nació en Suiza, pero vivió en Argentina casi toda su vida, escribió “El cazador de paisajes”, que dice: “Levantado / sobre tus dos piernas / como la torre / en la llanura, / tu cabeza perfecta / cazaba paisajes. // Ya el sol, / último pez del horizonte. / Ya las colinas, / pequeños senos / cubiertos de vello dorado”.
Otra escritora del sur de América, la chilena Gabriela Mistral, escribió un poema que rinde tributo a la mujer pescadora: “La red me llena la falda / y no me deja tenerte, / porque si rompo los nudos / será que rompo tu suerte… // Duérmete mejor que lo hacen / las que en la cuna se mecen, / la boca llena de sal / y el sueño lleno de peces. / Dos peces en las rodillas / uno plateado en la frente, / y en el pecho, bate y bate, / otro pez incandescente…”

El corazón de la mujer pescadora salta de gusto al ver los pescados que llenan sus redes. Unas horas después, los frutos de la pesca estarán en el mercado. Yo tomo la pequeña mano de Sebastián, me doy cuenta de su inquietud y siento envidia: quién tuviera cinco años de edad, para descubrir de nuevo el mundo, un pez a la vez.

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