En la primavera de 1918, en Estados Unidos se detectó un contagio que se propagó a nivel internacional: la influenza española. Infectó a unos 500 millones de personas y cobró 50 millones de vidas. Los hogares del mundo se vistieron de luto. Balbino Urbiola y su hijo del mismo nombre son dos de las víctimas. Eran el padre y el hermano mayor de mi abuela, una adolescente preciosa que fue enviada por su madre a la capital de la República, un espacio más seguro que el rancho de su propiedad: las últimas balas de la Revolución Mexicana silbaban por el aire. Aquella pandemia fue causada por el virus H1N1, de origen aviar. Hace un siglo, los fallecidos eran en su mayoría menores de 5 años y personas de 20 a 40 años sin otras enfermedades.

En ese mismo año, en Lima, Perú, un autor de 20 años llamado César Vallejo publicó un poemario marcado por el modernismo: Los heraldos negros. Estas son las estrofas iniciales del poema que da título al libro:

“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; / como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé! // Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. / Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; / o los heraldos negros que nos manda la Muerte”.

El calendario del duelo ha cumplido un año. Desde febrero de 2020, un número inusitado de almas se han desprendido de su cuerpo y se encuentran en otra dimensión. Los creyentes confían en que Dios los reciba en su morada.

De manera paralela, otro asunto biológico ha amenazado a la humanidad: la lenta extinción de las abejas. Este insecto himenóptero es responsable, en un 80%, de la producción de alimentos a nivel mundial y la biodiversidad terrestre. Debido al cambio climático, los plaguicidas, los monocultivos, la pérdida de colmenas y otras causas, disminuye el número de abejas.

La colmena humana ha sufrido un gran dolor. Millones de personas permanecen confinadas por los muros de sus habitaciones, como celdas de cera que las aíslan de su comunidad. Plazas y centros de reunión han sido espacios prohibidos; las funerarias restringieron el número de deudos. Muchas familias, a las puertas del hospital, recibieron una caja con cenizas: no tuvieron el privilegio de llorar alrededor del féretro. Los tanatorios, que antes acogían a los amigos, los dejaron fuera.

Las pérdidas han sido tan grandes como el número de negocios en quiebra, los viajes postergados y los planes para el futuro, hechos trizas, detenidos en el aire triste que flota en habitaciones de niños encerrados y de ancianos privados de besos. Las pérdidas se volvieron llanto que empapa de agua salada las oraciones nocturnas.

Jorge Debravo, poeta de Costa Rica, murió en 1967 a los 29 años, dejando tras de sí un legado literario. Nacido en la pobreza, apenas tuvo oportunidad de estudiar: su padre lo llevó a la escuela por vez primera cuando tenía 14 años. Terminó la secundaria a los 27 años, ya casado y padre de familia. Sobre los hijos, escribió:

“Por la hija que ríe estoy doliente, / por el hijo que llora estoy en pena, / porque los dos me han puesto la colmena / del alma toda abierta y toda ardiente. // Porque los dos han hecho que ese diente / con que la vida muerde y envenena, / me clave más veneno entre la vena / y me vuelva el espanto incandescente. // Porque los dos son chorros de esperanza. / Porque los dos me pedirán mañana / un mendrugo de paz que no se alcanza”.

Nosotros, los seres humanos que vivimos en el año 2021, hemos sufrido el ataque de los bárbaros Atilas que menciona Vallejo. Hemos causado daño a las abejas, amenazando nuestro futuro. Nos queda la fuerza del espíritu y una mente ávida de información que puede obtener de los libros, el Internet y las publicaciones en línea. Podemos elegir los documentales y películas que vemos en casa y la música que escuchamos. En nuestras manos está el apoyar a instituciones y organismos.

La comunidad podrá recuperar los empleos perdidos y la fuerza del trabajo productivo si reconstruye la colmena con alegría y tesón. El espíritu colectivo renacerá con fuerza, gracias a la vecina que hornea pan y lo comparte con todos, a la abuela que se comunica con Dios mediante plegarias milagrosas, al joven que medita en su tapete de yoga por las mañanas, al padre que sale en bicicleta a saludar el día.

La miel producida por todos será más valiosa que nunca. Hemos aprendido la lección, desde la celda que nos confina.

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