Dos de octubre a la vista. Apenas el 18 por ciento de la población mexicana se muestra satisfecho con la democracia, de acuerdo al Latinobarómetro, como lo recuerda Leopoldo Gómez desde esta proximidad del cincuentenario de la represión del 2 de octubre de 1968. Y uno de los principales líderes del movimiento de entonces, Gilberto Guevara Niebla, atestigua en su libro más reciente: “la masacre de Tlatelolco destruyó la fe estudiantil en la democracia”. Aquella tragedia también reafirmó los sentimientos ciudadanos de impotencia ante los abusos del poder, la desconfianza en los gobiernos y el secular temor del mexicano a manifestar públicamente sus sentires. Dicho sea esto a pesar de la ruidosa pero con frecuencia anónima, maniquea o insustancial saturación de las redes y otros espacios electrónicos.

A la destrucción de la fe en la democracia de que habla Guevara hay que agregar el menosprecio del Derecho como cauce para resolver conflictos, entre otros males agudizados tras el 68. Como secuela y estigma de aquel crimen se perpetuó en los gobernantes una inseguridad crónica para aplicar la ley en la vía pública ante el temor de reproducir los traumas de aquel año, inhibitorios, en adelante, de la acción del Estado ante extralimitaciones o incluso simulaciones de protestas. Desde entonces se eternizan, sin respuesta, bloqueos de ciudades, carreteras y aeropuertos, además de que es posible incendiar gasolineras con todo y el despachador y apropiarse de espacios escolares por 19 años, como ocurre con el auditorio Justo Sierra de la UNAM.

Lamentablemente la Cuarta Transformación anunciada por el futuro presidente no parece interesarse en estos temas. Y no sólo por los antecedentes de sus líderes y algunas de sus clientelas, sino por los primeros pasos del nuevo bloque hegemónico. Porque difícilmente alentará la fe en la democracia —destruida el 2 de octubre de 1968— el uso revanchista de la mayoría para restituir la impunidad de camarillas sindicales (aliadas a la campaña electoral ganadora), a costa del nuevo derecho constitucional de niños y jóvenes a una educación de calidad. Éste es el corazón de la reforma educativa de la que el líder de los diputados del nuevo bloque dominante anticipa que no dejará ni una coma. Y tampoco abonará a la revaloración del derecho la demanda mayoritaria en esa Cámara, al gobierno en funciones, de que viole la Constitución y suspenda las evaluaciones a los maestros que se resisten a examinarse escudados en la nueva mayoría.

Subculturas antidemocráticas. En 1968 explicado a los jóvenes, libro puesto en circulación para este cincuentenario por el FCE, dentro de su programa ‘Pensar la democracia’, el propio Gilberto Guevara sostiene que la construcción de la democracia ha tropezado por lo menos con dos subculturas antidemocráticas asociadas al pasado: por un lado, la herencia del radicalismo que veía las demandas del movimiento del 68 sólo como un medio para demoler el sistema y, por otro, la herencia autoritaria del antiguo régimen corporativo. El problema está en que ambas herencias —esto no lo escribe Gilberto— conviven en el bloque hegemónico resultante de la elección, mezcla a la que además se agregó la también antidemocrática extrema derecha de un culto religioso.

Herencia democrática. Pero anida también en el equipo de AMLO y en sus votantes la herencia democrática de quienes veían en los reclamos del movimiento del 68 un fin: la democratización del sistema, como lo registra Guevara: un factor indudable en la ampliación de las libertades en este medio siglo. Profundizar en este proyecto podría ayudar al próximo presidente a reorientar los sesgos en su bloque: los que ahora ven en el poder obtenido a través de la democracia sólo un medio para demoler la sin duda más democrática institucionalidad de hoy. O para restaurar el antiguo régimen corporativo clientelar. O para revertir el laicismo de las instituciones republicanas: nuevas vías hacia nuevas pérdidas de nuestra fe en la democracia.

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