En el antiguo sistema político mexicano, el del partido prácticamente único, el presidente escogía a su sucesor. La unión de dos hegemonías —la primacía priista sobre los demás partidos y el mando presidencial sobre el PRI— gestó una suerte de monarquía acotada en la que la voluntad del Ejecutivo renovaba linaje cada seis años. Aunque la decisión solía involucrar muchas variables, había una que era sorprendentemente irrelevante: la proclividad del elegido a cuidarle las espaldas al gran elector. Y es que la regla no escrita de que el presidente no actuaría jurídicamente contra su predecesor se cumplía religiosamente. El que salía podía dudar que el que entraba lo defendiera ante la opinión pública —el parricidio presidencial era a menudo ineluctable— pero estaba cierto de que no permitiría que se le enjuiciara en los tribunales.

Enrique Peña Nieto, nostálgico de ese presidencialismo monárquico, se propuso restaurarlo. Emprendió en 2012 una regresión autoritaria que está a punto de concluir; ha conseguido manipular al Congreso, influir sustancialmente en la Corte, subordinar a casi todos los gobernadores y controlar a la inmensa mayoría de los medios. Solo le falta poner la cereza en el pastel, que es la imposición de su sucesor. Su plan original era coronar a un candidato tapadera del PRI, previo sabotaje de una alianza opositora como la que frustró en el Estado de México, impulsar candidatos independientes que le fueran funcionales y finalmente derrotar a Andrés Manuel López Obrador mediante una mezcla de voto fragmentado, comprado y útil.

Pero algo falló: no pudo impedir la construcción del Frente ni la candidatura de Ricardo Anaya, su flamante enemigo, el responsable de la ruptura del PRIAN. Este revés, que para un demócrata no pasaría de ser un contratiempo, para el autócrata se volvió una obsesión: el señor presidente ordenó sacarlo de la contienda a como diera lugar. Y es que Anaya anunció que, de llegar a la Presidencia, creará una Comisión de la Verdad para investigar los señalamientos de corrupción contra Peña Nieto; es decir, que acabará con el pacto de impunidad. En suma, el priñanietismo se vio forzado a replantear su designio, y la pretensión de quien restauró el dedazo en el PRI es ahora instaurar el manazo: dar un golpe de mano para arrogarse el derecho de veto electoral y decidir qué candidato no puede estar en la boleta. Mientras son peras milagrosas que pongan en el trono a José Antonio Meade o manzanas en torno a un plan B, quiere acotar las opciones de la ciudadanía. Puesto que no puede ordenarnos por quién votar, desea ordenarnos por quién no hemos de votar.

No sorprende que el operativo del presidente Peña para impedir que Ricardo Anaya llegue a sucederlo adquiera proporciones leviatánicas. Ayer estaba de por medio su fobia, hoy está en juego su libertad. Si el Estado soy yo, dictaría la lógica absolutista, detener a quien pone en riesgo mi impunidad es razón de Estado. Pero cuidado. Si fuera cierto el rumor de que su ira lo habría llevado a pedir el pago de un favor allende la frontera norte para consumar la prohibición de la odiada candidatura, el tiro le saldría por la culata. Si la obnubilación del miedo y la soberbia llegara a invocar la intromisión en la elección mexicana del presidente Trump, la otra gran aversión de nuestro electorado, el PRI se suicidaría.

La corrupción es el cáncer de México, y no hay mejor manera de empezar a extirparlo que demostrando que ya no hay intocables. No, Enrique Peña Nieto no tiene derecho a vetar a Anaya ni a López Obrador ni a nadie con el fin de extender su inmunidad. Y solo se saldrá con la suya si creemos que su embestida contra Anaya no es una fabricación sino una persecución legal. Pero ¿quién le va a creer después de ver cómo su gobierno ha saqueado impunemente el erario y él ha protegido a Videgaray y a su prestanombres electoral Meade, a Lozoya, a Ruiz Esparza, a Robles y a un largo etcétera? ¿Quién le va a creer, si es obvio que busca salvarse a sí mismo?

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