La designación del candidato presidencial era, sin duda, uno de los rituales más acabados del sistema de partido hegemónico. En un proceso a todas luces opaco y autoritario la “competencia” ⎯si es que puede llamarse así⎯ no se daba entre los partidos políticos sino al interior del Partido Revolucionario Institucional con la finalidad, como todo ritual, de mantener el orden; la cohesión del sistema.

En palabras de George Balandier el rito “requiere la creencia y la legitima por la participación […]; la reactiva, pero asociándola con una representación donde la simulación da forma a otra realidad, a lo surreal; aunque los participantes pueden tener conciencia de esta simulación cuando se sustraen al efecto ritual” (Balandier, 1989:30).

En 1988 ante las críticas de la llamada Corriente Democrática encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas contra el “dedazo” y el “destape”, la dirigencia del partido anunció algunos ajustes al mecanismo. Tras “consultar a las bases” se había seleccionado a seis precandidatos que podían aspirar a ser merecedores de tan alta distinción: Ramón Aguirre, regente del Distrito Federal; Manuel Bartlett,  secretario de Gobernación; Alfredo del Mazo, secretario de Energía y Minas; Sergio García Ramírez, procurador General de la República; Miguel González Avelar, secretario de Educación Pública; y Carlos Salinas, secretario de Programación y Presupuesto. Estos precandidatos comparecieron ante la cúpula del partido, se “placearon” y, al final, como siempre, la decisión fue tomada por el presidente de la República. La llamada “pasarela” tuvo como objeto, más allá de la simulación, dejar a Cuauhtémoc Cárdenas fuera de la jugada.

Treinta y cuatro años después en el que, sin duda, es el peor momento que ha vivido el PRI desde su fundación, la pasarela se reedita. En esta ocasión, a través de los llamados “Diálogos por México”, cuatro priistas han manifestado sus aspiraciones: Beatriz Paredes, Ildefonso Guajardo, Enrique de la Madrid y José Ángel Gurría. La intención ya no es simular un proceso democrático, menos aún, dejar fuera a un peligroso contendiente; el objetivo es integrar a la diversidad y tratar de salvar la alianza con las oposiciones porque saben que, sin ella, el partido está acabado de cara al proceso electoral 2024.

Sin embargo, a diferencia de 1988, cuando la sucesión presidencial la definía el presidente de la República (y líder del partido), el escenario no podría ser más distinto. El otrora partido hegemónico está debilitado electoralmente, ha dejado de ser competitivo en la mayoría de las entidades del país, está dividido al interior y su líder nacional está completamente desacreditado. En estas condiciones resultaría impensable que, en caso de conformarse una amplia coalición opositora, el PRI logre imponer la candidatura presidencial.

La pasarela de 2022 es una caricatura que ilustra la debilidad de un partido que no ha sido capaz de recomponerse después de la peor derrota de su historia, donde el ritual no es más que un discurso, la simulación no alcanza para aparentar realidad alguna y los participantes ven el juego desde fuera, como si no participaran en él. En este contexto ¿serán capaces de negociar una reforma electoral que termine por sacarlos permanentemente de la jugada? En los próximos días lo veremos.

@maeggleton

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