De cara a las elecciones de 2021, en que se definirá la continuidad o el cambio en el rumbo gubernamental, los partidos políticos en el Congreso —los de oposición y del bloque oficial—, se han vuelto omisos en la tarea de forjar un México más justo, libre, próspero y humano, por disputarse el poder.

En el Poder Legislativo el debate de ideas se ha convertido en un ejercicio estéril ante el poder de la mayoría numérica —oficial y oficiosa—, que apabulla y convierte a los argumentos en retórica vana; se aprueban leyes por consigna sin evaluar sus impactos de corto y largo plazo en el desarrollo; sin valorar se desechan las propuestas de especialistas, entre sus muchas omisiones.

Más allá del enojo y del prejuicio que generan las cifras (en su mayoría negativas) de dos años de gobierno, la oposición no ha sabido comunicar a la sociedad sus análisis, criticas, visiones, propuestas o alternativas de mejora —del gobierno y de sus iniciativas legislativas—; las razones de fondo para rechazarlas; o trabajar en la construcción de consensos básicos sobre lo que es mejor e irrenunciable para el país y que impulsarían cuando les llegue su turno de gobernar. Su lógica operativa, pareciera, es la alternancia que reinventa —en lugar de proyectar— al país sexenalmente.

Morena y sus adláteres, no han querido utilizar su capacidad numérica y presupuestal cuantificar metas y logros que marquen la diferencia con otros sexenios. Hasta ahora —frente a la realidad adversa de los resultados— su papel ha sido descalificar el pasado y a sus opositores, repetir consignas ideológicas, evadir la discusión y el análisis; y, aprobar acríticamente las iniciativas presidenciales, a pesar de las serias deficiencias de algunas de ellas, como es el caso del presupuesto, que no contempla recursos suficientes para la adquisición de vacunas contra el Covid-19, y que impactará en la salud de algunos y la posible muerte de más mexicanos.

Está en duda la credibilidad de los partidos y la vigencia de sus principios y valores por su limitado aporte a construir un mejor país. Han olvidado la práctica de las virtudes morales, cívicas y políticas como parte de su quehacer; han dejado de formar comunidades y liderazgos virtuosos; de promover y trabajar por el bien común —su razón de ser—; rendir frutos en el ejercicio de sus funciones públicas; asumir responsabilidades por sus actos, promover las mejores prácticas de gobierno, entre otras muchas funciones que les son (o eran) inherentes.

Si hoy la política está estigmatizada de corrupta es porque hacia allá han mudado sus intereses algunos políticos: mafias de poder, impunidad, corrupción (negocios sucios, dinero fácil) y de complicidades, incluyendo a la 4T.

Hace falta rescatar la ética y la moral en la política. El país requiere el gobierno de sus mejores dirigentes, no de escriturarle sexenalmente el país a nuevas clases cleptócratas. Los partidos deben justificar las grandes sumas que anualmente se les asigna para profesionalizarse en el ejercicio del gobierno.

Los partidos políticos han demostrado ser incapaces de prevenir amenazas, de evitar daños a la sociedad, de cuidar a las instituciones y de trabajar en la seguridad y progreso del país.

Morena y sus aliados —que se dicen diferentes— actúan como el PRI de siempre, como apéndices del presidente; mientras que la oposición, además de confundida y falta de profesionalismo, muestra su ineficiencia y exhibe sus limitaciones.

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