“Te lo pregunto en serio, ¿para qué sirven los debates?”, me dijo un amigo poco antes de dar un sorbo a su whisky.

Tras beberlo, continuó su alegato: No sirven para nada. La gente no cambia su intención del voto y sólo aburren. Lo más rescatable es el Ricky Rickín Canallín, lo cual, en términos de verdadera política, refleja que somos una democracia molera.

Mi amigo, en su juventud, solía presumir su larga cabellera y sus playeras del Che Guevara. Pero conforme ganó años y peso, perdió cabello y vitalidad. De la palabra revolución pasó a la palabra consenso, como personaje de Juan Villoro. Ya no más playeras del Che; ahora sus hijos estudian en colegio católico. Vi mi vaso con Jack Daniels y ginger ale y lamenté que pronto fuera a subir de precio por los aranceles de la guerra comercial iniciada por Trump.

Tras apurar el trago, le contesté a mi amigo que su enfoque estaba equivocado, que el problema no eran los debates, sino el formato y, en el fondo, la falta de capacidad de los candidatos de saber argumentar y de comunicar su visión de gobierno, si es que tienen una.

Los debates debieran de ser confrontación verbal entre las propuestas de candidatos, que cada uno exponga las virtudes de sus proyectos y señale los defectos del rival. Para ello tendrían que dominar su plataforma y saber comunicar. Debatir significa dialogar con el rival. Al final, el votante, tras esa discusión, en un ejercicio de síntesis, extrae las mejores propuestas y llega mejor informado a la casilla para decidir el voto.

Pero dentro de nuestra cultura política no se incentiva el debate. No se incentiva que se discutan los proyectos. No se aliena el cuestionamiento a la autoridad. A los políticos no les gusta ser cuestionados. Evaden las entrevistas periodísticas a fondo y prefieren las preguntas a modo con las respuestas que su gente de comunicación social les ha preparado.

¿Qué ha sucedido desde 1994 con los debates en México? No se han anclado dentro de la cultura política. Lo que debiera ser una oportunidad para los contendientes, algunos lo ven como una carga y un pesado trámite, y, para ello, ponen reglas muy rígidas a los moderadores para no ser interrumpidos.

Pongo como ejemplo el debate que moderé entre candidatos a diputados federales por el distrito 02 en la UAQ San Juan del Río. Un candidato evadió la pregunta que se le hizo sobre los ataques a activistas del medio ambiente y se dedicó a leer lo que traía en sus tarjetas, lo que no tenía relación directa con la pregunta. Y así fue todo el debate: leyó sus tarjetitas sin importar si tenían conexión con las preguntas o el foro.

Los candidatos muestran oídos sordos a las preguntas incómodas y prefieren pasarelas como las que organizan los organismos empresariales, donde no se les cuestiona, sólo se limitan a dar un discurso y al final salen diciendo que ganaron el “debate”.

Cuando se enfrentan de verdad a un debate, se quejan. Por ejemplo, el que realizó la UAQ entre candidatos a la alcaldía de Querétaro. Incapaces de entender el formato que les llegó en tiempo y forma y en el que se explicaba que debían usar el tiempo de réplica, pero querían seguir elogiando sus propuestas.

Evidentemente, el moderador, ya con más atribuciones en el formato, los tuvo que frenar y obligar a replicar, a debatir, no sólo que repitieran el contenido de sus spots. Esto molestó a los candidatos que no les gusta salir de su zona de confort discursiva ni saben improvisar.

El problema no es que los debates no sirvan, es que nuestros candidatos, en todos los niveles, no saben debatir ni argumentar ni dialogar, lo cual es un elemento esencial en la democracia.

“No sé. Ya me cansaron las elecciones”, dijo mi amigo. Pidió otro vaso y empezó a hablar de la selección mexicana de futbol.


Periodista y sociólogo. @viloja

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