En algún punto de esta semana, se dará a conocer un informe sobre la fallida captura de Ovidio Guzmán en Culiacán.

Ese documento tal vez responda algunas de las interrogantes sobre el operativo del 17 de octubre, pero una de seguro se quedará abierta: ¿por qué el gobierno mantiene una política proactiva de ubicación y detención de cabecillas del crimen organizado?

Esto no es un énfasis nuevo. Desde Miguel de la Madrid, no hay un solo presidente mexicano que no pueda presumir la detención o abatimiento de un capo del narcotráfico. Desde hace 35 años, todas las administraciones federales han dedicado esfuerzos importantes a descabezar a las organizaciones criminales.

Eso supuestamente iba a cambiar en el actual gobierno. En enero de este año, el presidente López Obrador afirmó lo siguiente: “No se han detenido a capos, porque no es esa nuestra función principal. La función principal del gobierno es garantizar la seguridad pública. Ya no es la estrategia de los operativos para detener a capos.”

Ese giro estratégico quedó desmentido por los acontecimientos de Culiacán. Pero antes de esos hechos, había señales de que continuaba la persecución en contra de los jefes del crimen organizado. En febrero, se lanzó, sin éxito, un amplio operativo en Guanajuato para detener a José Antonio Yepes, alias El Marro, líder del llamado Cártel de Santa Rosa de Lima. En agosto, fue detenido Santiago Mazari, alias El Carrete, cabecilla de Los Rojos, un grupo criminal activo en Guerrero y Morelos.

La política de descabezamiento persiste a pesar de la evidencia creciente sobre sus costos. Desde hace una década, se ha generado una amplia bibliografía sobre el tema, la cual sugiere que la captura o abatimiento de capos tiene efectos generadores de violencia (están, por ejemplo, las aportaciones de Eduardo Guerrero y Brian J. Phillips: https://bit.ly/2Rr4YEM y https://bit.ly/2TnJTNh).

He sostenido desde 2012 que un posible incremento de la violencia en el corto plazo no es razón suficiente para no ir por los capos: si los jefes criminales perciben que, alcanzado cierto nivel de prominencia, son inmunes a la persecución porque su desaparición del escenario generaría efectos desestabilizadores, todos van a querer traspasar ese umbral. Esa dinámica podría generar en el largo plazo mucha más violencia que la que se prevendría al no decapitar a las organizaciones delictivas.

Pero, cualquiera que sea la discusión entre académicos y especialistas, un hecho es incontrovertible: la política de descabezamiento se mantiene gobierno tras gobierno.

Dos razones fundamentales lo explican. Primero, sin importar la preferencia de las autoridades mexicanas, el gobierno de Estados Unidos tiene en el centro de su política antinarcóticos la persecución de cabecillas del crimen organizado y exige colaboración de México en ese esfuerzo. En los últimos 35 años, no ha habido un solo gobierno mexicano (incluyendo el actual) que haya podido resistir ante esa presión.

Segundo, la política de descabezamiento ofrece una ruta para obtener victorias rápidas. Ante la dificultad de generar mejorías notables en materia de seguridad, la captura de capos aparece en el radar político de los gobiernos mexicanos.

Dada esa matriz de incentivos, es casi seguro que continúe la persecución de cabecillas del crimen organizado en el futuro previsible. En consecuencia, habría que pensar en formas más estratégicas de proceder en la materia: por ejemplo, se podría poner prioridad en los grupos e individuos más brutales, a manera de desincentivar el uso de la violencia.

Esa es, a mi juicio, la conversación central que deberíamos de tener después del fiasco de Culiacán.

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