El pedazo de cartón cayó en mis manos al llegar a la página 47: era un cupón de Vips, que anunciaba descuentos hasta del 50% al pedir enchiladas. Imaginé su mirada azul, sus largos dedos que sostienen el cupón, su mente planeando el siguiente desayuno. Su sonrisa de labios delgados, sus lentes de cristal claro, su amplia frente de erudito y su barba entrecana. La imagen completa de Nacho Padilla vino a mi memoria. Lo vi solo, en una cafetería de Ciudad de México, de Puebla o de cualquier lugar donde él dio clases o participó en conferencias, mesas redondas o presentaciones de libros. Quizá esperaría amigos para desayunar. O a su editor. Tal vez estaba pensando, escribiendo a mano ideas sueltas.

En todo caso, Nacho estaba leyendo Archipiélago de mujeres, de Agustín Yáñez, el libro que recibí en herencia, años después de la muerte del escritor. Mi amiga Lili Cerdio, su esposa de mucho tiempo, su compañera de aventuras por el mundo, madre de Constanza y Esteban Padilla, me regaló este libro con grabados de Julio Prieto y Abel Quezada. Una chulada de bolsillo con cuentos dedicados a mujeres míticas: Desdémona, Oriana, Isolda, Doña Inés. En el último, Don Juan se enfrenta a la necesidad de cambiar de vida porque su mujer, Inés, está embarazada y su futura paternidad lo confronta.

A mí me encanta Agustín Yáñez. Nació en Guadalajara, como mi marido. Mi suegro, don Rafael Zárate, fue alcalde de su pueblo, San Martín de Hidalgo, porque en aquel tiempo los señores con autoridad moral no tenían más remedio que tomar las riendas del gobierno. Don Rafael sostuvo acuerdos con su gobernador, Agustín Yáñez, y más tarde, por los periódicos, siguió su trayectoria como secretario de Educación Pública. Aquel sabio, que escribía novelas por las noches, creó la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos. Hace años recorrí la planta de impresión en Querétaro con el corazón palpitante: la institución edita y distribuye millones de ejemplares cada año por todo el país. Sus libros forman la primera biblioteca de nuestros niños.

Los libros leídos por mis amigos me hablan de ellos. Los imagino en su cama, leyendo antes de dormir. Hay separadores de páginas que son boletos de avión, con nombre, aerolínea, destino, lugar y fecha. Es como si los acompañara en el viaje. Algunos vienen subrayados, con comentarios. Tere Azuara me regaló algunos en intercambios que solíamos hacer.

Su letra escribió en el margen de ciertas páginas: ¿por qué lo hizo? ¿qué pretende? Se refería a las acciones del personaje, pero a mí me permite divagar por el pensamiento de Tere: su sensible percepción de poeta, sus emociones al leer el mismo cuento que yo tengo en 
las manos.

Adelaida García Conde y su Juan fueron hace poco a la casa de Antonieta Rivas Mercado. Leyeron mi columna en este periódico y me regalaron un libro que es un recorrido por esa casa. Con ellos anduve, en un viaje virtual, por las habitaciones de un museo que rinde homenaje a un arquitecto de inicios del siglo XX y a su hija, que tanto bien hizo en vida y que se fue del mundo en una despedida digna del mejor dramaturgo, en Notre-Dame de París. Su obra cultural aún se conserva: tuteló a Andrés Henestrosa, el niño que llegó de Oaxaca para escribir poesía, que hilvana palabras en otra dimensión.

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