Todo empezó en el año 2000 con la alternancia en la Presidencia de la República. Los modestos avances democráticos que la precedieron a nivel federal, se acompañaron por un severo retroceso en los estados. En eso de gobernar, el párvulo Vicente Fox y sus “súper gerentes” muy pronto mostraron no sólo el charol, sino el cobre. En unos cuantos meses, los primeros de 2001, los gobernadores de entonces, en su mayoría priístas, pasaron del desconcierto inicial —el temor de ser perseguidos—, a la insolencia; olfatearon el miedo y la ignorancia de los recién llegados y dieron el zarpazo.

Los integrantes del “gabinetazo” no supieron qué hacer, se agazaparon y permitieron que los vacíos de poder fueran ocupados por esos gobernadores, que devinieron reyezuelos.

En los años de partido prácticamente único, cuando despachaban en Bucareli Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, Manuel Bartlett o Fernando Gutiérrez Barrios, los gobernadores presentían que la llamada brusca que los convocaba era una anticipación de lo que vendría: la orden de separarse del cargo por su notoria ineptitud o descrédito.

Pero durante el gobierno de Fox, las finas maneras de su secretario de Gobernación, Santiago Creel (el guante de seda) no encubrían una mano de hierro, como la de Gutiérrez Barrios. Se inauguró entonces una nueva etapa: el feuderalismo.

En 2012, el regreso de “los que sí sabían cómo hacerlo” parecía anticipar la vuelta de los gobernadores al redil; si no tenían límites en sus entidades, las volverían a tener desde la capital del país, ésa debió ser una de las primeras encomiendas del nuevo titular de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong.

Pero con Osorio no hubo siquiera un intento de frenar los desarreglos en los estados. Mientras crecía la descomposición en los estados, Gobernación —que dispone de formidables recursos legales y políticos para persuadir a los gobernadores de desempeñarse con rectitud y eficacia—, los toleró o, incluso, los protegió.

Osorio aguantó y defendió a César y Javier Duarte, a Roberto Borge, a Rodrigo Medina, a Roberto Sandoval y a los demás; disponía de la información privilegiada del Cisen, contaba con el Partido y sus legisladores a nivel local y federal, con el manejo de recursos y programas federales y más, pero dejó los hilos sueltos.

La semana pasada, el presidente Peña le aceptó su renuncia. Su salida fue una decisión tardía ante el fracaso rotundo en su gestión —que, no obstante, será premiada con un lugar en el Senado—. Tres razones principales parecen explicarla: 1) porque falló en las tareas mayores que le encomendaron; 2) porque no pudo construir desde una fortalecida Secretaría de Gobernación, un liderazgo que lo mostrara como un político de peso completo; y 3) porque a lo largo del sexenio, su principal adversario, Luis Videgaray, se consolidó como el verdadero poder tras el trono y con ese poder lo fue disminuyendo a los ojos del Gran Selector, mostrándolo como lo que es, un político tradicional, de escasos resultados.

Osorio falló en dos responsabilidades esenciales: seguridad y gobernabilidad. El diagnóstico severo que hizo en los primeros días de esta administración respecto al fracaso de la estrategia anticrimen del gobierno de Calderón, podría replicarse hoy cuando el gobierno de Peña está en su última hora, la mancha delincuencial se extiende por casi todo el país y la sociedad vive con miedo.

En lo segundo, ¿de qué gobernabilidad podría hablarse cuando en territorios del país son los criminales quienes ejercen el monopolio de la violencia y en muchos centros penitenciarios mandan los criminales?

Quizás más que preguntarse ¿por qué dejó el gabinete?, la pregunta debería ser ¿porqué hasta ahora? ¿Qué explica que no haya sido removido después del fiasco y costos para el país de la fuga de El Chapo en 2015? ¿Por qué ahora, si desde hace tiempo era evidente su agotamiento y el fracaso en las responsabilidades a su cargo?

No puede descartarse que también haya influido en su salida el temor en Los Pinos de que, derrotado en la carrera por la candidatura presidencial, tuviera la tentación de hacer “travesuras” con el poder que le restaba en la Secretaría de Gobernación. Quizás eso explique por qué su reemplazo, Alfonso Navarrete Prida, haya decidido una cirugía mayor en el equipo que llevó a expulsar de los cargos clave a todo lo que huela al hidalguense.

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