En uno de sus mejores relatos, Jorge Luis Borges ubica a su protagonista en la ciudad de Cambridge, Massachusetts, en febrero de 1969: “Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito”.

Tengo la ilusión de que el edificio se llama Eastgate y forma parte del campus del Tecnológico de Massachusetts. Si es así, mi marido y yo vivimos en un departamento del piso 16. Quiero pensar que estuvimos cerca del lugar donde Borges viejo, la voz narrativa, se encuentra consigo mismo, con Borges adolescente. El mayor está a la orilla del Charles, el joven está en Ginebra, frente al Ródano, en 1918.

Quienes tenemos hijos vemos en ellos la continuidad de nosotros mismos: llevan en su cuerpo nuestra genética, en su nombre nuestro apellido, en su identidad lo que les hemos trasmitido. Borges no tuvo hijos. Por ello creó un personaje, él mismo de joven, con el cual conversar sobre la vida de ambos: la experiencia del mayor, el futuro del otro.

Sentarse a la orilla de un río es una invitación a pensar. Los seres humanos de todas las épocas hemos visto pasar el agua como pasa el tiempo. Sabemos por instinto que no es posible bañarse en el mismo río dos veces, pues el agua cambia de temperatura, composición y fuerza. La suave corriente arrastra hojas de árbol y plumas de ave. Cuando viene con ímpetu, puede destruir su propio cauce.

La nieve que corona la montaña se derrite y al llegar a la cañada está fría. El agua que corre entre piedras tiene la vocación de un escultor, crea obras de arte: las pule, les saca brillo, las hace chocar con otras, las vuelve instrumento musical, hace que su golpe estimule el trino de las aves.

En un poema lleno de picardía, el chiapaneco Jaime Sabines dice: “¡Qué risueño contacto el de tus ojos, / ligeros como palomas asustadas a la orilla / del agua! / ¡Qué rápido contacto el de tus ojos / con mi mirada!”
“La orilla del mar” es un poema de José Gorostiza, miembro de la generación Los Contemporáneos. Comienza: “El agua sonora / de espuma sencilla, / el agua no puede / formarse la orilla. / Y porque descanse / en muelle lugar, / no es agua ni arena / la orilla del mar”.

Vivir es permanecer a la orilla del agua. Con los ojos bien abiertos, vemos que hay quienes lanzan objetos que flotan y al hacerlo rompen la armonía de la superficie que reflejaba el cielo. Otros llevan en las manos piedras que crean una explosión de gotas que brincan al aire y luego se hunden para producir un cambio en el lecho del río. Muy pocos logran que sus piedras, es decir su contribución al trabajo humano, transformen el curso del río, alteren su temperatura o la velocidad de la corriente.

Neruda, cuyos versos habitan mi mente, escribió “El toro”: “El más antiguo toro cruzó el día, / sus patas escarbaban el planeta. / Siguió, siguió hasta donde vive el mar. Llegó a la orilla el más antiguo toro / a la orilla del tiempo, del océano. / Cerró los ojos, lo cubrió la hierba. / Respiró toda la distancia verde. / Y lo demás lo construyó el silencio”.

Al leer al poeta chileno, cómo no recordar las pinturas milenarias de Altamira, en la Costa Cantábrica de España. Los artistas que vivieron en esas praderas inmovilizaron a los bisontes en las paredes de piedra.

Usted y yo, sentados a la orilla del tiempo, nos encontramos en estos renglones.

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