La sola palabra: orden, provoca una explosión de conceptos. Nos lleva al orden sideral que mueve los astros con precisión milimétrica y diseña el universo o los multiversos que están en otras dimensiones y tienen leyes que van más allá de nuestra comprensión.

Para esta columna que desea ser explosiva, vamos a leer al chiapaneco Luis Arturo Guichard, profesor de Filología Griega en la Universidad de Salamanca, España, autor del espléndido poema “El orden de las cosas”:

“Todo estaba repartido desde el principio / A la jirafa, un corazón de pozo profundo / A Ulises el divino, los nudos de su balsa / A cada siglo, su propio cuchillo afilado / A cada máscara, un solo personaje / Al agua, no pasar del cuello / Al vértigo, la inmovilidad si la desea / Al llanto de Demócrito, la risa de Heráclito / A los amigos, más de lo posible [...] A la luz, ser monopolio de un solo sentido [...] A los amantes, hacer largo su viaje / Al azar, todo lo demás”.

Guichard ha declarado que sus versos quieren celebrar la publicación de “Metamorfosis de lo mismo” del poeta chileno Gonzalo Rojas. Los autores admiran las obras de otros escritores, los citan en cursos, tesis, conferencias y escritos. No sé si haya otro quehacer humano donde una persona dedique tanto afán a ensalzar a sus colegas.

La definición académica de orden es: la propiedad que emerge cuando varios sistemas abiertos llegan a interactuar en el espacio y en el tiempo, produciendo una sinergia. Si lo miramos desde otro ángulo, también el orden surge cuando dos personas o grupos se encuentran en un lugar y momento adecuados para la amistad o la coincidencia de intereses. Así nacen los negocios, las organizaciones y las instituciones, desde una biblioteca de barrio hasta una empresa mutinacional.

La palabra orden, con tantos significados, me lleva a pensar en el ordenador, que en América llamamos computadora. Sus complejos mecanismos nos ayudan a ordenar las ideas, clasificarlas, convertirlas en archivos que llevan pedazos de nuestro espíritu, trozos del alma, a veces impregnados de agua salada que resbala por las mejillas y nubla la visión de la pantalla. Los dedos ya no sostienen plumas de ave ni estilográficas: recorren teclas, con idéntica emoción.

Orden monástica es una institución religiosa de la Iglesia que nos remite a los monasterios de reglas ancestrales que definen las horas que transcurren detrás de venerables muros: monjes y monjas recitan su liturgia de las horas, tienen vida contemplativa y quizá se encuentren más cerca de Dios, vaya usted a saber. También hay órdenes mendicantes, que llevan una existencia más cercana al pueblo. Los sacerdotes se ordenan, se presentan a una ordenación que les ordena la vida interior mientras siguen órdenes superiores.

Hay quienes exigen orden extremo en su despensa, bodega y estantes. Archivan documentos. Clasifican personas. Cuelgan etiquetas virtuales a todo lo que encuentran a su paso. Su actuar alcanza el límite entre el orden sano y el trastorno obsesivo compulsivo. No soportan que los distraigan de su labor ordenadora. Con frecuencia caen en la necedad y de ahí no los saca nadie. Se pierden de viajes, fiestas, música y el gozo de los demás por estar acomodando camisas. ¿Serán felices cuando el armario queda perfecto? ¿Sentirán un orgullo fuera de este mundo cuando terminan de colocar platos y vasos en su lugar? No lo sabré nunca.

Si un ayuntamiento gobierna con orden, hay parques limpios y mercados bien surtidos. Los semáforos funcionan, el tránsito fluye. Las señales de tránsito en autopistas y calles de todo el mundo proceden de asambleas de las Naciones Unidas. En 1947 fue creado el organismo UNECE, para que los países sigan los acuerdos de la Convención de Viena. Es fascinante: en las actas se definieron los colores rojo, amarillo y verde que ahora usamos para indicar zonas de seguridad o de peligro.

De todos los consejos sobre el orden, me quedo con el de Don Quijote a Sancho (Capítulo XLIII): “Sea moderado tu sueño, que el que no madruga con el sol, no goza del día; y advierte, ¡oh Sancho!, que la diligencia es madre de la buena ventura, y la pereza, su contraria, jamás llegó al término que pide un buen deseo”. Hay que ordenar el sueño, caballero andante, mientras nos permita la dicha de un desvelo de amor de vez en cuando.

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