Muy cerca de mi casa, entre los terrenos baldíos, hay un muro centenario que perteneció a una próspera hacienda ganadera y agrícola. Quizá la pared contuvo una troje. Las rocas que sobreviven a siglos de abandono sostienen partes de aquella construcción, como viejos soldados de un ejército derrotado.

A principios de noviembre de 1989, el joven alemán oriental Ralf Schönekerl, hoy esposo de mi prima hermana Mayte, iniciaba su servicio militar en Berlín. Su pelotón tenía la misión de apoyar en la gestión de visitas de Estado: Ralf estuvo presente en la recepción de personajes como Mijaíl Gorbachov. A espaldas del muro que parecía infranqueable, la crisis económica y política que sufría Alemania Oriental se había agudizado.

Ralf y sus compañeros, confinados por ser parte de la guarnición militar cuya base estaba cercana a una estación del tren suburbano, permanecían aislados de los medios de información: no podían enterarse al instante de los acontecimientos. A lo largo de la noche del 9 de noviembre, escucharon mucho ruido, proveniente de las calles aledañas. Sus superiores despertaron a los chicos a las dos de la madrugada, para iniciar actividades de defensa. En el cuartel, los jóvenes se enteraron de que junto al muro, del lado de Berlín Occidental, había entre 200 y 300 mil personas que comenzaban a destrozar esa frontera. Del lado Oriental, había unas 100 mil. Los militares llevaron a Ralf y sus compañeros a la Puerta de Brandemburgo, donde el muro era llamado “la barda de protección antifascista” por las autoridades.

Junto a la Puerta, había dos tapias: cada una edificada y resguardada por una nación. En la calle, miles de personas eufóricas cantaban y gritaban. Había oradores y grupos sobre una tribuna construida en la frontera Occidente por la RFA. Dice Ralf: “Caían piedras a nuestro alrededor, estábamos muy preocupados y teníamos en mente las imágenes de la masacre ocurrida en la plaza Tiananmen, en Beijing. El presidente de Alemania Oriental, meses atrás, había solicitado que el muro continuara por cien años más, pero la gente se organizó con fuerza y energía, de manera muy rápida. Todo lo que habíamos aprendido en la escuela, de un día al siguiente se veía borrado”.

Los sistemas políticos, dice Ralf, solo pueden sobrevivir mientras la economía lo permita. Este hombre inteligente y amable, de conversación fascinante, vivió ese tiempo convulso, como testigo de la historia. Vio cómo los grupos democráticos populares y también los organismos religiosos, con sus acciones, habían deteriorado el sistema político hasta el punto del derrumbe.

Los estados socialistas fueron países de política férrea y estructuras que parecían eternas. Los cambios que hemos visto nos dicen que ningún régimen es indestructible.

Pienso en el poderoso sistema de haciendas en el México del virreinato y siglo XIX. Varias de las casonas históricas están cerca de mi casa. En sus cascos, la imperiosa voz del amo establecía lo que la gente tenía que pensar. El dueño de la tierra poseía vidas. Los jóvenes del campo, nacidos en familias pobres de esta misma tierra hace doscientos años, no tenían opciones para el desarrollo. Hoy, las casonas son hoteles, restaurantes o centros deportivos. Las piedras de los muros siguen cayendo por la acción implacable del tiempo.

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