En México, cualquier cambio curricular muestra una tensión que históricamente no hemos podido resolver. Esta tensión se basa, por un lado, en la atribución constitucional del Poder Ejecutivo (SEP) para determinar los contenidos educativos, planes y programas de estudio “en toda la República” y por otro, en la necesidad de reconocer la pluralidad, diversidad y complejidad del país para poner en marcha tales cambios.

Aunque se ha dicho que las reformas curriculares se construyen bajo un esquema “participativo”, lo cierto es que sólo unos pocos se ven reflejados en ellas. A los gobiernos de los estados, por ley, nomás se les pide opinión. No hay obligación de organizar debates parlamentarios. Además, la discusión magisterial se diluye ante la propaganda oficial y al tratar de incorporar la crítica de las figuras educativas y la de índole académica hay suspicacia. Incluso, la opinión de los especialistas empleados en el diseño curricular genera desacuerdos. Alguien se siente excluido invariablemente, pese a que se usen los argumentos de reconocidos expertos y se anuncie oficialmente que hubo “más 90 mil aportaciones en el formulario de Google”, entre otras cuantiosas cifras.

La visión centralista, que asumo surge de la aspiración de tener un “Estado educador”, volvió a ser cuestionada con este gobierno. Sin embargo, las condiciones para impulsar una decisión federalista que implique un cambio curricular horizontal y realista no están dadas. ¿Quién en México que se sienta “autoridad” querrá ceder poder? Muy pocos; es irracional en nuestro medio. Mejor “tratemos de pasar a la historia cambiando, desde lo alto, planes, programas y libros para emprender así la revolución de las conciencias”. Suena bien aunque sea irreal.

Y más irreal y desconcertante es que los representantes gubernamentales contradigan, con sus hechos y dichos diarios, lo propuesto por la SEP. Mientras que el Marco Curricular establece que la “Nueva Escuela Mexicana” forma para la democracia y promueve el desarrollo de “capacidades para que niñas, niños y adolescentes ejerzan una práctica social compuesta por el respeto a la legalidad”, el titular del Poder Ejecutivo expresa, ante una resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación: “Y que no me vengan a mí de que la ley es la ley, no me vengan con ese cuento de que la ley es la ley” (www.gob.mx; 06.04.22). Es incongruente, pero, ¿qué le respondería usted como maestro a un menor que le repita las palabras del mandatario?

Primero, habría que enseñarle a no repetir cosas como perico, sino a pensar por sí mismo. Segundo, habrá que inculcarle que la base de una democracia es la división de poderes. Querer ser el mandamás sin contrapeso de los poderes legislativo y judicial es infantil y regresivo. Es probable que el menor entienda. Tercero, pueden no gustarnos las decisiones de otras personas, pero no por ello se debe denigrar, distorsionar ni exagerar. Algunos ministros, prosiguió AMLO en su Mañanera, “son como abogados patronales” […] No representan al pueblo; representan a las empresas”. La dicotomía es contraria a la  “diversidad de saberes” que propone la SEP.

La “dignidad humana es el valor intrínseco que tiene todo ser humano”, asienta de manera circular la propuesta curricular del Ejecutivo. Ésta es “inviolable”. Quemar la efigie de la presidente ministra de la SCJN por seguidores del presidente en un acto organizado por él mismo no sólo fue un acto antieducativo, sino inhumano. Si bien AMLO condenó —dos días después— tal violencia también reconoció que son “expresiones muy minoritarias de nuestro movimiento”. Lo que la SEP construye, el presidente destruye.

Investigador de la UAQ

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