¿Cómo no vamos a estarlo si en este país sólo se castigan 2 de cada cien delitos? ¿Si cada año tenemos decenas de miles de muertos por crímenes y desapariciones forzadas, muchas de ellas a manos de policías, agentes y soldados? ¿Si cada día cientos de mujeres son asesinadas por el simple hecho de serlo, al grado de que la vergonzante palabra “feminicidio” se ha vuelto ya parte del lenguaje cotidiano?

Porque en este país hemos deformado y prostituido la justicia, que no tiene la misma cara para todos. Las cárceles están llenas de quienes se robaron un pan o incluso un libro. En cambio, ahí andan sueltos la caterva de gobernadores que saquearon sus estados o fueron socios del crimen organizado y nunca pisarán la cárcel o pronto serán exonerados por expedientes mal hechos a propósito. Lo mismo que funcionarios que han cometido fraudes gigantescos y cuyos expedientes son guardados en la caja negra de la impunidad, con el pretexto de que “ponen en riesgo la seguridad nacional”. Como si el principal riesgo para la seguridad nacional no fuera precisamente la corrupción.

Aquí no nos hemos atrevido a hacer lo que ya decidieron países supuestamente menos desarrollados como Guatemala y Honduras: una Comisión Internacional Contra la Corrupción y la Impunidad con el apoyo de organismos internacionales como la ONU y la OEA, bajo la premisa de que la corrupción es la más grave amenaza para la democracia. Estos organismos operan con la presencia de fiscales exitosos en otros países que, libres de prejuicios y compromisos, operan con un grupo de policías y jueces de probada honradez en el desmantelamiento de redes de corrupción y buscando que la justicia prive siempre sobre la impunidad.

En México, los gobiernos priístas y panistas han fracasado una y otra vez, sobre todo cuando se trata de investigarse a sí mismos. Por eso, los padres de Ayotzinapa claman por un órgano al estilo guatemalteco; luego de que aun con las recomendaciones de los expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la PGR se negó a investigar a policías estatales y federales, así como a militares que en Iguala participaron o por lo menos toleraron la matanza a manos de un grupo del crimen organizado.

A propósito, una comisión Contra la Impunidad y la Corrupción podría investigar cuáles son los grandes intereses que impiden que se debata siquiera la despenalización del consumo de drogas y a quiénes conviene que siga la clandestinidad, que es la que realmente propicia los altos precios de la marihuana y la cocaína y el negocio gigantesco que representan. Vale recordar aquí la definición de aquel juez Falcone de que el concepto de crimen organizado implica necesariamente la complicidad de los tres niveles de gobierno.

La misma complicidad que ha impedido que sepamos la verdad sobre el crimen múltiple más horrendo de todos los tiempos, en el que murieron de forma inimaginable los 49 niños de la Guardería ABC en Hermosillo. O que al fin nos enteremos de a cuántos millones de dólares asciende el escándalo de corrupción Odebrecht-Pemex.

Desde luego que hay muchas otras razones de nuestro encabronamiento colectivo. A riesgo de fastidiarlos permítanme un par de entregas más con especial dedicatoria a nuestros candidatos a la Presidencia.

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