La razón primordial de ser del Estado es garantizar paz, seguridad y la vida e integridad de la ciudadanía. Sin un gobierno que cree y administre el derecho, y que sancione las violaciones a éste, viviríamos en un estado de naturaleza donde lo normal sería –como señaló Thomas Hobbes– que el hombre se convierta en el lobo del hombre. Para evitar esta situación de guerra permanente, todos y todas cedemos la posibilidad de defendernos por nuestras propias manos a una autoridad central, y dejamos que ésta sea la que construya un orden legal que nos permita vivir vidas plenas y seguras. No obstante, para que esa autoridad sea respetada por todos, tiene que reconocerse como legítima, lo que significa que cumple plenamente con aquella función básica de garantizar la vida e integridad de la ciudadanía. Para cumplir con esta tarea, el Estado cuenta con dos fundamentos: por una parte, el derecho que establece un marco común de protecciones para las personas y, también, una serie de sanciones para quienes vulneran su integridad; y, por la otra, estaría la fuerza para imponer esa ley y la sanción de los delitos, como una manera de contener cualquier tentación de violar la ley.

Recordar los fundamentos del Estado moderno, mucho nos ayuda a analizar si la conflictividad social actual justifica el uso de la fuerza para la imposición de la ley. Esto, sobre todo a la luz de los excesos cometidos por las fuerzas castrenses en escenarios como Ayutla y Barranca de Bejuco (Guerrero) –donde, respectivamente, Inés Rosendo y Valentina Fernández fueron víctimas de violencia sexual–, Zongolica (Veracruz) –donde Ernestina Ascensio murió por una golpiza–, Tlatlaya y, ahora, en Ostula (Michoacán), donde un niño murió apenas el pasado 21 de julio, en el fuego cruzado entre militares y grupos de autodefensa de la región. Salvo en el último caso que todavía está bajo investigación –aunque existe evidencia para presumir que el Ejército habría actuado con una violencia desproporcionada frente a la población civil–, en el resto de los escenarios se ha comprobado –incluso por instancias internacionales como la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos– que se cometieron violaciones graves a derechos humanos. Por eso es que nos hemos indignado tanto –y con razón– frente a estos hechos en los que la autoridad encargada de protegernos, más bien, es motivo de miedo y afectaciones a la población civil.

Si bien el Estado tiene que poder garantizar la vida y la seguridad de las personas para poder decir que tiene legitimidad, lo cierto también es que los derechos humanos tienen que respetarse en todo momento. El uso de la fuerza está justificado siempre que se trate de una situación extrema que ponga en riesgo la estabilidad de las instituciones o la seguridad de las autoridades o la población civil, y entonces se trata de una acción defensiva más que ofensiva. Esta acción tiene que ser proporcional, racional y calculada para producir el daño mínimo, y siempre cuidando la integridad de la población civil. En los referidos casos, es obvio que esto no ha ocurrido. La muerte del niño Heriberto Reyes, en Osuntla, es una evidencia del riesgo que significa sacar al Ejército a realizar funciones de contención y protección que correspondería realizar a la policía, sin una conciencia de que las acciones de fuerza que vulneran a la población civil acaban también deslegitimando al Estado.

Ahora bien, el Ejército también es quien actúa en casos de emergencias y contingencias naturales para proteger a la ciudadanía. Y ellos y ellas merecen nuestro total reconocimiento por esta labor. Pero necesitamos que esta institución, que es el brazo fuerte del Estado para garantizar la soberanía y la integridad del cuerpo político, sea más democrática, más abierta a la transparencia y la rendición de cuentas, y que actúe en todo momento respetando los derechos humanos. Sólo así podremos visualizar al Ejército como un aliado, no como un enemigo; y sólo así sacaremos de la zona de impunidad a las víctimas de la violencia y los fuegos cruzados en zonas donde han intervenido las fuerzas castrenses.

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