Escribo estas líneas desde la que apenas hace poco era considerada como la ciudad con mayor concentración de poder del mundo, una urbe en la que confluyen los intereses que mueven a la última gran superpotencia: los tres poderes, el aparato militar y el de inteligencia, los medios, el mundo de la diplomacia, de los think-tanks, del cabildeo abierto y encubierto, de tramas de espionaje, de crisis mundiales causadas o evitadas, a unos cuantos metros de donde me encuentro escribiendo.

Hoy el epicentro de todo esto, la Casa Blanca, parece cualquier cosa menos la sede del poderío de antaño. Conflictos internos y externos, investigaciones, choques con la prensa, un distanciamiento del resto del mundo y, sobre todo, la impredecibilidad del inquilino numero uno, que trae de cabeza a amigos y enemigos y que está transformando, más para mal que para bien a su país y a sus relaciones con los demás.

Ya mucho se ha dicho de la polarización provocada por Trump. Es peor de lo que parece: para amplios segmentos de la población estadounidense, aquellos que no votaron por él y/o que no aprueban su desempeño, la conducta de su presidente es motivo diario de agravio, de irritación, de frustración. No tanto por sus políticas, que de sí ya son bastante radicales para un mandatario con tan poco soporte popular, sino por su comportamiento cotidiano, por esa manera en que ha normalizado el discurso del odio y del maniqueísmo, por esa manera en que ya hasta escándalos que antes parecerían inimaginables hoy compiten entre sí por la atención del público y de los medios.

Cuando no es una grosería dirigida a los habitantes de ciertos países, el presidente descalifica a sus críticos, a sus rivales, y hasta a sus mismos colaboradores. La manera en que se ha expresado de miembros de su gabinete, de las dirigencias en el Congreso de su propio partido, de las agencias de inteligencia y de procuración de justicia, es verdaderamente aberrante. La forma en que los titulares de los periódicos ya tienen que ser revisados por su posible contenido no apto para todo público (como cuando se refiere a los “agujeros de mierda” o cuando una actriz de películas pornográficas proporciona los presuntos detalles de sus presuntos encuentros sexuales con el hoy presidente, imágenes mentales estas ultimas que son imposibles de borrar de nuestra memoria).

Pero pese a lo que muchos opinan, el presidente Trump no está loco, al menos no de manera visible. Es un patán, bravucón, abusivo, racista y misógino. Pero no está loco y pierden su tiempo quienes buscan ahora en ese diagnóstico la esperanza de un final prematuro a su estancia en la Casa Blanca, así como antes soñaban con el impeachment. No, pese a sus propias conductas y malos tratos, Trump es y será presidente cuatro años, y en un descuido se reelegirá, por la simple y sencilla razón de que su base, ese 35% que lo quiere y acepta tal y como es, es absolutamente solida. Sólida porque se alimenta de frases e ideas cortas de su líder, replicadas incansablemente por medios como FoxNews que se han convertido en órganos de comunicación y promoción de su presidencia y su persona. Porque sus críticos están obsesionados, desorganizados y dispersos, porque no se vislumbran nuevos liderazgos que lo puedan desafiar en el futuro inmediato.

Y no sólo es la falta de alternativas entre republicanos o demócratas, sino también el hecho doloroso de que hay todo un segmento de la población de este país a los que en el fondo NO les importan ni los derechos civiles ni la igualdad de las mujeres ni la discriminación racial o religiosa. Que añoran a ese país que alguna vez tuvieron, de certidumbres, confianza, optimismo desbordado. Parecería increíble que alguien como Trump haya capturado esa imagen digna de Norman Rockwell que tanto echan de menos sus partidarios, o que viera cómo los votantes evangélicos se han rendido a sus pies, pero él ha sido el único político en 25 años en conectar con esos norteamericanos olvidados.

Así las cosas en esta ciudad que ya no es lo que alguna vez fuera. Pero que, con algo de suerte, podría volverlo a ser. Ojalá nos toque verlo.

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