En el primer mes de gobierno de Andrés Manuel López Obrador, fueron asesinadas 2,916 personas, según información del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP). Con alta probabilidad, una cantidad similar se acumuló en el segundo mes del sexenio.

Para la marca de los 100 días, la actual administración federal llevará en su cuenta algo más de 9 mil víctimas de homicidio doloso. Para inicios de junio, cuando el nuevo gobierno cumpla seis meses y se alcance el hito, señalado por el secretario Alfonso Durazo, para hacer una primera evaluación de la política de seguridad, la cuenta mortal de la administración se va a ubicar en 16 y 17 mil víctimas. Y al cierre de su primer año, el gobierno de López Obrador va a llevar (aproximadamente) 36 mil muertos en su conteo sexenal.

Esos números son básicamente inevitables. Podrá haber alguna variación, hacia arriba o hacia abajo, pero nada muy significativo.

Dado ese hecho, ¿podemos concluir desde ya que el primer año del sexenio va a ser un fracaso en materia de seguridad? No. Hay muchas cosas que se pueden lograr en los próximos meses. Se puede, por ejemplo, avanzar en el fortalecimiento del aparato de seguridad y justicia, en la disminución de la percepción de seguridad, en la revisión de procesos de instituciones clave (las fiscalías, por ejemplo), en la atención a delitos específicos (el robo a autotransporte, por ejemplo).

Pero nada de lo anterior resultará muy útil para contrarrestar la percepción de fracaso si el gobierno mantiene su obsesión con la cifra de homicidios.

No hay semana en que el presidente de la República no dedique parte de varias de sus conferencias mañaneras a hablar del tema. Por ejemplo, en la semana pasada, dedicó tiempo a la materia el miércoles y el jueves, primero para describir una serie de operativos en 17 regiones y luego para hablar del incremento de homicidios en la Ciudad de México.

A esto, hay que añadirle que el gobierno federal produce no una, sino dos series de datos diarios sobre homicidios. Y, según ha comentado el propio presidente, esos números se discuten todos los días en las reuniones con el gabinete de seguridad que preceden a las conferencias mañaneras.

Por último, en la definición del primer gran operativo federal del sexenio, se usó a los homicidios como el indicador único para escoger a las regiones del país que recibirán tropas federales adicionales. Dada esa lógica de selección, es de suponerse que los funcionarios del gobierno van a medir el progreso del operativo contando el número absoluto de homicidios.

Por esa ruta, el fracaso puede ser rotundo. En primer lugar, el homicidio es un delito del fuero común y cae por tanto en la cancha de las autoridades estatales: salvo excepciones, las investigaciones (y por tanto, el nivel de impunidad) no dependen del gobierno federal. En segundo término, los homicidios pueden aumentar o disminuir (sobre todo en el corto plazo) por razones mal comprendidas y no necesariamente vinculadas a la política pública (cambios demográficos, alteraciones en los mercados de drogas, etc.). Tercero, hay un desfase entre el objetivo de disminuir el número de homicidios y los instrumentos desplegados por el gobierno: no hay una política explícita de reducción de homicidios ni un encargado del tema en el aparato burocrático.

En resumen, el gobierno está en un problema serio: ha indicado por todas las vías que la reducción de homicidios es su objetivo central, pero la evidencia sugiere que el número de homicidios va a seguir al alza (por lo menos en el corto plazo).

¿Cómo salir de esa trampa? En lo inmediato, cambiando de métricas e indicadores. No todo es ni puede ser el conteo de homicidios.

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