Mejor escribamos en papel grueso y durable. Me refiero a nuestra Constitución, la que hemos pensado como la suma definitiva y final de la historia nacional, la decantación última del ser mexicano. O al menos esa idea de la constitución-monumento es la que permea en nuestra cultura política y jurídica.

Es cierto que las constituciones buscan una larga y venerable permanencia. Pero nunca ha aspirado alguna a la perpetuidad, y no podrían hacerlo porque no son libros sagrados, sino reglas fundamentales para regir en una sociedad, que necesariamente es mutable.

Por eso, de hecho las constituciones no se apresan en textos, se desperdigan en prácticas, costumbres, sentencias, etc., ya lo dijo nuestro Rolando Tamayo: la constitución es una función.

No puede afirmarse la conveniencia de un término universalmente conveniente para que una norma llegue a su fin, dado que el cambio social se regula por su propio devenir. Pero tal vez podríamos fijar cierta periodicidad para hacer un profundo examen del texto constitucional vigente al momento, a fin de realizar los ajustes pertinentes.

En la Florida, Estados Unidos, se convoca cada diez años a una “convención constitucional”, que es una reunión de profesionistas y expertos en diversos temas, no solo en el jurídico, cuyo objetivo es proponer al legislador los cambios a la constitución local que le permitan regular los asuntos que, prospectivamente, serán los principales retos estatales en los próximos diez años.

Me gusta esta idea de una revisión decenal, de una reunión de mujeres y hombres que reflexionan sobre la comunidad y su futuro, desde la academia y la política pero también desde los distintos grupos que componen a la sociedad, las reglas más básicas de una sociedad no son exclusivamente un asunto de juristas.

Si ese trabajo intelectual nutrido por la experiencia se guía por las dos preguntas que Roberto Gargarella recomienda para cualquier autor de constituciones, y que son “una constitución para qué y una constitución contra qué” es posible esperar un resultado coherente y provechoso.

El producto de una asamblea así debería ser discutido ampliamente antes de someterse a los legisladores. Así se conseguiría, además de una amplia retroalimentación, un fuerte consenso el saludable efecto de una auténtica pedagogía cívica, consistente en acostumbrarnos todos a dialogar sobre cómo queremos que sea nuestro futuro común.

Así tal vez nuestras constituciones, tanto la nacional como la local, tal vez pierdan su calidad de monumento, pero gane en fluido vital.

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