“No atribuyas a la malicia lo que puede ser adecuadamente explicado por la estupidez… pero no descartes la malicia”, dice el llamado principio de la navaja de Hanlon o Heinlein. Recientemente, a propósito de la respuesta oficial tras los escándalos por el conflicto de interés en que incurrieron Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray al realizar transacciones inmobiliarias con proveedores del gobierno, la conversación pública pareciera querer inclinarse por la primera mitad de dicho principio: que a veces las cosas no salen bien más por la estupidez que por la malicia de los responsables. Ocurre, sin embargo, que también existe la segunda mitad y hay buenas razones para rescatarla: que a veces es por malicia que los propios responsables de que las cosas no salgan bien buscan parecer estúpidos. Me explico.

La semana pasada la revista The Economist publicó un editorial fustigando la negligencia de la reacción gubernamental ante los escándalos por las casas de Las Lomas, Malinalco e Ixtapan de la Sal, misma que se limita a insistir en que no hubo ninguna ilegalidad, y criticando la falta de cambios en materia de impartición de justicia, rendición de cuentas y responsabilidad política. El semanario concluyó que el Presidente y su equipo no saben reconocer la exigencia de las circunstancias, y actúan como si nada hubiera pasado, porque “no entienden que no entienden”.

La tesis es efectiva por partida doble. Por un lado, porque hace eco del creciente enojo social frente a la indolencia presidencial. Y, por el otro, porque le adjudica a Peña Nieto y a su círculo más cercano una suerte de inferioridad intelectual que resulta muy atractiva como explicación en el contexto de la enorme impopularidad que registra su gestión (véase http://bit.ly/1BpEOp3).

Pero no por efectiva dicha tesis deja de ser cuestionable. Primero, porque implica tomar las palabras del círculo presidencial demasiado literalmente. Que digan que no hubo ninguna ilegalidad no quiere decir que de veras crean que no la hubo ni, desde luego, que no la haya habido. No debería corresponder a los sospechosos determinar la legalidad de su propia conducta.

Segundo, porque asume que la indolencia presidencial es producto de la mera incomprensión y no de un cálculo deliberado. Sin embargo, que el gobierno no actúe en congruencia con el reclamo no implica que no lo capte. Que no atienda no significa que no entienda.

Y tercero, porque no queda claro qué cabría esperar si Peña Nieto sí entendiera. ¿Que nombrara a un fiscal independiente para investigar el caso y sancionar en consecuencia? ¿Con qué instrumentos? ¿Que propusiera una reforma para mejorar la muy deficiente legislación mexicana contra el conflicto de interés? ¿Con qué credibilidad? ¿Que aceptara la ilegalidad de sus actos? ¿Y entonces removiera a Videgaray o, incluso, renunciara él mismo? Por favor.

Hay algo a medio camino entre ingenuo y arrogante en eso de que “no entienden que no entienden”, algo muy propicio para… no entender. Porque aunque nunca sean todopoderosos, los políticos suelen ser más estratégicos y manipuladores, menos torpes y transparentes, de lo que parece suponer The Economist. De hecho, las palabras y las (in)acciones del presidente y su secretario cobran mucho más sentido si partimos de la tesis opuesta. Es decir, que entienden la naturaleza de las transacciones que hicieron, entienden la gravedad de que hayan salido a la luz pública y, sobre todo, entienden las consecuencias que podría tener admitir que lo entienden.

Quizás es precisamente por eso, porque lo entienden, que optan por hacer… como si no entendieran.

Profesor asociado en el CIDE

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