Desde finales de marzo (2012) está en manos de las legislaturas estatales aprobar o rechazar dos reformas a la Constitución federal. Una, la del artículo 40 y, otra, la del 24. La primera fortalece al Estado laico. La segunda, se propone destrozarlo. Los diputados locales tienen bajo su responsabilidad política y moral aprobar la del 40 y rechazar, de manera razonada e informada, la del 24. Veamos.

La reforma del 40 significa la consolidación en México del concepto universal de laicidad. Consiste en agregar a las características definitorias de nuestra república una de las más significativas decisiones políticas fundamentales nacidas del pueblo mexicano. Es, al mismo tiempo, uno de los veredictos de la historia nacional: en virtud de esa reforma, nuestra república, además de representativa, democrática y federal, será laica por sus cuatro costados.

Es pertinente recordarlo ahora: la reforma del 40 fue concebida por un amplio, heterogéneo conjunto de agrupaciones ciudadanas. Se logró tan al cabo de más de tres años de trabajo, de escribir en los periódicos, de incidir en las redes sociales y de participar en muchos debates en las universidades, radio y televisión. Hubo intensos diálogos establecidos con numerosos integrantes de los grupos parlamentarios alojados en ambas cámaras federales. Se trata de un avance ciudadano, de un triunfo de los segmentos democráticos y avanzados de México.

Hasta la fecha, más de 17 legislaturas locales han aprobado esa reforma. Recuérdese: según la Constitución, es suficiente que la mitad más una, por lo menos, de las legislaturas estatales acepte una reforma constitucional determinada para que ésta entre en vigor. Ello significa que, hoy, ya puede considerarse aprobada la del 40.

Ésa es, sin embargo, la mitad de la tarea a realizar. La otra mitad consistirá en que las legislaturas estatales no aprueben, es decir, rechacen, la reforma del 24. Siete la han aceptado ya. Seis la han rechazado.

La maniobra destinada a desfigurar al artículo 24 constitucional no fue realizada de manera pública y abierta por agrupamientos ciudadanos sino cabildeada, en secreto, por unos cuantos personeros de la alta jerarquía burocrática del clero político. Un diputado del PRI, presentó en las postrimerías de la pasada legislatura, de manera intempestiva y a las carreras, una iniciativa redactada, palabra por palabra, en la Nunciatura Apostólica —es decir, en El Vaticano— y bendecida por la Conferencia del Episcopado nacional.

A partir de la malhadada reforma del artículo 24 los altos clérigos políticos pretenden la modificación del 3o constitucional. Quisieran que, en nombre de la “libertad religiosa” o de la “libertad de religión”, la tarea educativa pública perdiera su naturaleza laica. Una verdadera catástrofe para la democracia.

En el documento elaborado en fecha reciente por los obispos mexicanos (“Educar para una nueva sociedad”) dicen: “La escuela oficial —ojo: la llaman oficial y no pública— nunca debería cerrar la puerta a los valores transcendentes y a una justa libertad religiosa”. Y, más adelante, los encumbrados prelados, recrean el enrevesado argumento vaticano acerca de una supuesta “laicidad positiva y abierta, auténticamente respetuosa de la libertad religiosa”. Y dictaminan: “Los responsables de la política educativa deben garantizar y respetar las libertades para todos…”. Y, ya enrachados, exigen muchas cosas similares a las anteriores, como si vivieran en otro país, como si el Estado mexicano no respetara —como las respeta de manera cabal— a las diversas religiones, como si el Estado coartara la propagación de las confesiones, como si no hubiera templos abiertos al culto de manera cotidiana e ininterrumpida. Recordémoslo: para ser democrática, la escuela pública debe ser laica. Las confesiones se propagan y se desarrollan fuera de ella. La escuela pública es el primer escalón de las libertades.

Consejero político nacional del PRI

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