No es nuevo reconocer la presencia de un número importante de personas migrantes en nuestro país, ya sea de origen nacional o extranjero. De manera desafortunada, nos hemos acostumbrado a escuchar las historias de trata, explotación, deportación, mutilación o simple pérdida de la dignidad que les ocurren.

Efectivamente, nos indignamos y hasta solidarizamos con ellos y ellas, pero no hemos sido capaces –hay que reconocerlo– de traducir esa empatía en una exigencia real y vinculante que vuelva al Estado garante –también– de los derechos de las personas migrantes. Es cierto que, muchas veces, la falta de documentos de identidad y un lugar de residencia dificultan a la autoridad la garantía de seguridad y la protección de todos sus derechos.

Pero, frente a esta situación precaria, estamos obligados a generalizar instituciones que operen con perspectiva de derechos humanos y que atiendan, sin discriminación, a todas las personas. El acceso a la salud, la educación, el empleo y la procuración de justicia –por nombrar solo aquellos espacios fundamentales de la dinámica social– debería ser universal, sin importar si se cuenta o no con documentos de identidad o si uno es nacional o residente en la comunidad en la que actualmente se encuentra. Otro rubro, en este caso, es el que tiene que ver con la atención de las poblaciones o personas particular e históricamente discriminadas, como ocurre con niños y niñas migrantes.

No podemos seguir volviendo la vista hacia otro lado cuando escuchamos de la gravedad de la situación de niños y niñas migrantes, ya sea que viajen solos o con sus familias a través de nuestro territorio. Ellos y ellas enfrentan el hambre, la miseria, la insalubridad y muchas condiciones que podemos asociar a lo que en el lenguaje de los derechos humanos se denomina tratos crueles, inhumanos y degradantes. Adicionalmente, estos niños y niñas son presa fácil del que es uno de los peores crímenes, la trata y la explotación sexual con fines comerciales: a sus cuerpos nadie los cuida, nadie los protege; sólo importan por la utilidad que puede significar su explotación.

El derecho internacional humanitario, a partir de la Convención de Ginebra de 1949 y las disposiciones afines del derecho internacional de los derechos humanos, articula una serie de protecciones mínimas para las personas en tiempo de conflicto bélico. Estas disposiciones incluyen la no deportación, así como la obligación de dar asilo, en el caso de quienes se considera corren riesgos y situaciones de inseguridad superlativos en sus países de origen.

Por supuesto, hay instituciones de gobierno y asistencialistas que se han preocupado por asistir a los niños y niñas migrantes, pero estas instancias se ven desbordadas por la gravedad de los hechos y por la insuficiencia de recursos. Quizá, sea hora de visualizar a la migración como una tragedia en la ausencia de un Estado garante de derechos y como un destino de muerte y destrucción para muchos niños y niñas, si no somos capaces de revertir esa situación.

De una buena vez, necesitamos hacernos conscientes de los espacios en que confinamos a la niñez migrante: de prostitución, de trata, de desnutrición, de violencia, entre otros. ¿Es eso lo que querríamos para nuestros hijos e hijas? ¿Podemos seguir haciendo como si no existieran las niñas y niños migrantes? Es momento de repensar a nuestro país como una zona de conflicto en la que miles de vidas se pierden en ausencia de la intervención estatal. Es hora de pensar, entonces, la manera de hacer válido el derecho internacional humanitario en el caso de la niñez migrante, porque cada segundo que pasa sin hacer nada representa un cuerpo mutilado, una vida perdida o una integridad sexualmente vulnerada.

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