Un día le pregunté a mi padre qué podía hacer para lograr en mi hija una persona segura y autosuficiente; ella tiene –como él--, una discapacidad en sus brazos y manos; su respuesta fue simple pero contundente: “Con amor y paciencia”, y a esa respuesta siguió una frase que hasta la fecha tengo presente: “la paciencia es un árbol muy amargo que da frutos muy dulces”; hoy, mi hija tiene 6 años y es una niña feliz, autosuficiente y con carácter. Agradezco a la vida porque fui una niña que creció con amor; contrario a lo que sucede en miles de nuestras niñas y niños mexicanos. Cada vez más somos conscientes de que niños y niñas tienen derechos humanos inherentes, que les convierten en integrantes plenos de sus estructuras familiares y de su comunidad. Estos derechos constituyen un desafío para la tradición que les observa como personas carentes de autonomía y de la capacidad de decidir por ellas mismas el sentido de sus vidas. Así, niñas y niños necesitan ver protegidas sus identidades y sus elecciones, para que se formen como adultos sanos y responsables. Niñas y niños necesitan tener alimentación adecuada, una vivienda digna, educación de calidad, entre otros elementos materiales que les aseguran un nivel de vida proporcional a sus necesidades. Además, ellas y ellos necesitan estar alejados de la violencia y de la subordinación, puesto que crecer en ambientes opresivos genera mentalidades violentas y discriminatorias. Esto es muy importante: la calidad de vida que demos a nuestras pequeñas y pequeños redundará en adultos con un sentido de la justicia y la dignidad que podrán compartir en sociedad. Más allá de la dimensión material del bienestar de niñas y niños –que no experimenten la desnutrición ni la discapacidad a causa de la violencia–, existe una forma de vincularse con ellas y ellos que genera seguridad y capacidades de lidiar con los problemas. Se trata de la afectividad en el marco del respeto y la reciprocidad. Aunque no está plenamente conceptualizado en la doctrina garantista, me atrevo a sugerir que existe algo así como un derecho a la afectividad, que significa la posibilidad de relacionarnos emocionalmente, de maneras cálidas y recíprocas, con otras personas para enriquecer nuestro paisaje moral. Como afirmó Platón, a menos que seamos dioses o animales, necesitamos de la compañía de los demás para tener vidas de calidad. Dialogar, construir espacios comunes, generar solidaridad en lo que tiene que ver con la resolución de problemas y crisis, son productos deliberados de tal derecho a la afectividad. En el caso de niños y niñas, la afectividad tiene que tener características especiales. Ellos y ellas son autónomos pero necesitan de cuidados especiales. Son personas frágiles por su condición de edad, y también fácilmente manipulables en vista de que necesitan confiar en personas adultas para conducir sus vidas. Por eso es que padres, madres, abuelos, abuelas, hermanos, hermanas, profesores y profesoras tiene que relacionarse con ellos en el marco del respeto a sus conciencias y cuerpos. El filósofo alemán Immanuel Kant alguna vez expresó que el amor nos vuelve más inteligentes y aptos para la vida, porque relacionarnos con personas que nos quieren y nos cuidan constituye una forma de conocer el mundo, de ampliar nuestros horizontes vitales y dialogar para construir mejores formas de vivir en comunidad. Niñas y niños no pueden estar apartados de estos procesos. Por eso requerimos cuidarles, protegerles, educarles; pero también expresarles el afecto de una manera respetuosa y que los forme como personas con autonomía moral. Nuestro reto es, precisamente, ayudarles a ser mejores personas al tiempo que nosotros mismos crecemos en nuestra interacción afectiva con ellas y ellos. *Directora del Instituto Municipal para Prevenir y Eliminar la Discriminación

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