Vivió una infancia de niño pobre: hijo único de padres judíos que llegaron a México huyendo de persecuciones inhumanas en condiciones de guerra. Su padre, Chanel Nierman, fue inspector de autobuses urbanos. La madre, Clara Mendelejis, panadera. Se conocieron en el Centro Histórico de la capital a mediados de la década de 1920. El padre de Leonardo venía de Lituania y su madre de Ucrania.

Nierman nació el 1 de noviembre de 1932, con un sino artístico. Lleva la música en la sangre y todo el día escucha las piezas que le ofrecen inspiración. De niño y adolescente, estudió violín en el Conservatorio Nacional y una noche definitoria, tocó la Symphonie espagnole, de Édouard Lalo, en el Palacio de Bellas Artes.

Cuenta Nierman que un técnico de grabación se encontraba en la sala con todo su equipo, produciendo discos de vinil al mismo tiempo en que los músicos interpretaban las piezas.

—Al final del concierto, luego de los aplausos, compré el disco y después del brindis me fui corriendo a casa. Puse el disco con mi interpretación y tras escucharlo un par de veces, escuché la misma pieza, ejecutada por Yehudi Menuhin.

Los amigos, en este momento de su charla, suspendemos la respiración y bebemos sus palabras con deleite.

—Entonces me di cuenta de que nunca alcanzaría la perfección en la ejecución. Después de tantos años de estudiar violín, tomé mi instrumento, lo metí en su estuche como si fuera un ataúd, y dejé la música. Lloré días enteros.

Como todas las almas grandes, Nierman encontró su camino: las artes plásticas. Estudió diseño gráfico y fue alumno de Isaac Talavera y Luis Nishizawa. Ha realizado murales, grabado, tapicería y arte en cristal.

Lo conocí a finales de 1999, mientras montábamos su exposición de pintura, escultura y tapices en el Museo de Arte de Querétaro. Entre él y yo surgió una chispa eléctrica que se convirtió en amistad profunda.

Cuando finalizó su primera exposición en el Museo de Arte de Querétaro, definimos el embalaje y traslado de sus obras. La muestra iniciaba en el atrio del templo de San Agustín y lo convencí de que ahí dejara una escultura, el ángel barroco de acero inoxidable que refleja los colores del cielo y los relieves del pórtico barroco.

—Acepto, para ser el primer judío en este templo católico. El segundo judío: el primero es Jesucristo —aclara riendo.

Al planear el traslado de la escultura colocada en el descanso de la  escalinata, le dije con seriedad:

—Sobre mi cadáver se lleva usted esa escultura.

Mi determinación le provocó risa. Ya con dos obras para la ciudad, gestioné la tercera, que él determinó colocar en la Plaza Constitución.

A lo largo de 20 años, este hombre generoso ha obsequiado más piezas para Querétaro. Realicé la gestión para una espléndida exposición en el Club de Industriales y ahí quedaron, como regalo, dos esculturas y un tapiz.

La prensa internacional, los críticos de arte con mayor prestigio, han rendido honores a este artista mexicano que  anhela  una exposición en el Palacio de Bellas Artes, un espacio en el que desea triunfar, desde que era un jovencito con un violín en las manos.

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