La sustancia más tóxica para un político es creer su propia propaganda. Si a eso se añade el efecto hipnótico que la adulación ejerce se puede deformar, incluso, el propósito de preclaros varones. Además, cuando la capacidad de autoglorificarse sube al extremo de considerar toda discrepancia como un impulso impuro y toda crítica como fruto del golpismo, ¡atención! El problema se agrava cuando el político se cree moralmente superior y por tanto considera incapaz éticamente a la oposición para cuestionarlo.

Preocupa, en este contexto, que el Presidente diga que desde Madero no hay otro más perseguido que él. No sé quién le haga su síntesis o balances de cobertura, pero el jefe del Estado cuenta con un amplio coro de respaldo y es un despropósito que invoque la soledad maderista o, peor aún, sienta que la temporada de zopilotes está en la esquina de Palacio.

La izquierda tiene una cultura de incondicionalidad que tampoco ayuda a reubicar el discurso del poder. Que el Presidente declare, entre displicente y pendenciero, que él no lee editoriales, no ha merecido ni una décima parte de los dardos que se enviaron a Fox cuando sugirió algo parecido. Tampoco ha habido gritos de “¡Juárez, Juárez!” ante los escapularios que merecen, en el mejor de los casos, una tímida sonrisita de complicidad. Lo inquietante es que esa cultura del servilismo (tan bien comentada por Edgar Morin y Octavio Paz, entre otros) es que en México fue la base de la Presidencia Imperial. La justificación del priismo a todos los actos del poder envileció la política. En estos días recordaba a Fausto Zapata tirarse al piso cuando Salinas de Gortari llegaba a San Luis Potosí para despojarlo de su cargo. El PRI sentó cátedra en plegarse obsequiosamente al poderoso. Hasta las devaluaciones aplaudía.

López Obrador es el Presidente de la República. Es el poder. Y al poder le gustan los serviles, pero le vienen bien los que, desde su trinchera o desde la preocupación nacional, le dicen la verdad. Es tiempo de reconocer que ni Alicia Bárcena, ni las voces que le piden reconsideración en algunas de las decisiones —que van desde la adquisición de deuda, hasta la no extinción de algunos fideicomisos— no pretenden socavarlo. Los médicos y enfermeras que piden protección tampoco. Si todo se considera negros vuelos circundantes de zopilotes algo está pasando en Palacio que requiere revisión. Si alguna trama golpista se avizora que los servicios de inteligencia protejan al gobierno democrático, que para eso están.

El país vive una calamidad de la que no es responsable el Presidente, aunque él insista en ponerse en el centro de todos los relatos. Una calamidad que ha roto la certeza de millones sobre su futuro; que está desafiando la convivencia en familias disfuncionales que tienen a un golpeador confinado con ellas. Una calamidad que ha hecho que los sueños de prosperidad creciente se hagan añicos y que millones tengan miedo de contagiarse o de perder a un ser querido. Esa es la atmósfera que yo percibo.

No creo que sea aceptable, en este contexto, lanzar cerbatanas a los medios críticos o tirarse al piso para que lo recojan con ese oportunista toque de “pongo mi cargo a revocación para que vean cuan valiente soy”. El gobierno debe continuar y, con honradez, austeridad y rectitud, sacar el barco adelante. Para eso está, no para buscar autogratificarse; de eso ya tiene sobradas dosis. No creo que deban orquestarse campañas de acoso y derribo al gobierno, yo en todo caso las repruebo sonoramente, no es tiempo de zopilotes, pero tampoco de pavorreales. El país está viviendo una calamidad y no está para veleidades ornitológicas.

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