En aquel día, iluminado su pesebre con una luz dorada —presencia del Padre que creó el universo entero— nació un hombre cuya vida cambió para siempre el calendario, la filosofía y la visión de millones de seres humanos. Su nacimiento llenó de alegría y de ilusión a los habitantes de cien países, con sus islas y montañas. Sus palabras de amor, dos milenios después, inflaman los corazones de los creyentes y les dan paz: la necesaria y dulce sensación de saber que el mundo es un buen lugar, que los demás son personas amables —dignas de ser amadas— y que pronto encontraremos consuelo a nuestras penas.

Escribo estas líneas mientras preparo un bacalao con aroma de mar que llegó a mi ciudad desde Noruega, gracias a la acción de pescadores, marineros, estibadores, personal de aduanas y empresas especializadas en el transporte de bienes. Miles de hombres dedican su fuerza y se desvelan por manejar los pesados camiones que llenan las carreteras; miles de mujeres emplean sus horas de trabajo en lograr que estos bienes lleguen a nuestra mesa. Sobre la mía hay aceite de España, papas de nuestros valles y redondos tomates que parecen atrapar en su piel el fuego del sol poniente, de tan jugosos y brillantes. Hay también pimientos que dan el picor perfecto, aceitunas que traen consigo el verde del olivar y almendras en minúsculas rebanadas, que brillan en el plato como pequeñas lunas y estallan en el paladar.

En este momento, lo sé bien, a mi alrededor hay muchos que hacen lo mismo: cocinar este plato que es un privilegio de la Nochebuena, o el pavo de nuestros vecinos del Norte, o la pierna de cerdo que es otra tradición hispánica y muchas delicias que expresarán a los suyos lo que no se puede decir con palabras.

Estoy sola en mi cocina pero me siento acompañada, y esa compañía me devuelve la certeza de que a pesar de todo somos una comunidad que se define en las fechas cruciales, en los ritos y costumbres que hemos inventado para estar juntos.

Pienso en mi hermana Flor y sus hijos Didier y Marisol, que en este momento vuelan sobre las cordilleras y planicies de América del Norte. Esta tarde los recibiremos en el aeropuerto y volveré a sentir el viejo temblor que me estremece al admirar los aviones: casas enormes de metal que desafían el viento con sus motores y traen consigo, como preciosa carga, a cientos de personas que han dejado su quehacer cotidiano, sus paisajes majestuosos y las tentaciones de los modernos centros comerciales para venir con la familia, para estar con los suyos, que es la mejor manera de estar.

Juan Antonio Massone, escritor chileno, escribe: “El Adviento es una espera, mas también una disposición. Existen maneras diferentes de acoger la Navidad. A todas luces queda en evidencia que Adviento significa un acontecimiento del espíritu: todo un renacimiento; no de los regalos ni de las tarjetas de débito; sí del alma.

En medio del ruido y del activismo aturdidor, se hace patente la necesidad de cultivar el silencio activo de la plegaria, de poner en orden las prioridades relacionadas con la nutrición de la vida. Solemos emprender muchas actividades, pero olvidamos vivir con significado que sobrepase la anécdota extenuante”.

Hace siglos, Lope de Vega concentró en cuatro versos entrañables su sentir: “Yo vengo de ver, Antón, / un niño en pobrezas tales, / que le di para pañales / las telas del corazón”.

Otro español, Luis Rosales, miembro de la generación de 1936, escribió: “De cómo estaba la luz”, un poema que describe el milagro de aquel 25 de diciembre: “El sueño como un pájaro crecía / de luz a luz borrando la mirada; / tranquila y por los ángeles llevada, / la nieve entre las alas descendía. // El cielo deshojaba su alegría, / mira la luz el niño, ensimismada, / con la tímida sangre desatada / del corazón, la Virgen sonreía”.

Un brindis que salga del alma colmado de buenos deseos, una prueba clínica que muestre que la enfermedad se aleja, un abrazo entre dos amigos que hace mucho tiempo no se miran. Esos son mis deseos para usted.

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