No cabía esperar grandes novedades del informe presidencial de un líder que informa todos los días. Quienes pensaban que de allí saldría un gran anuncio o declaración se llamaron a engaño. Difícilmente una ocasión como esta abriría un espacio para algo distinto que resaltar logros, típicos en un acto como este.

Lo que sí se esperaba —y que lamentablemente no ocurrió— era que el presidente volviera a hablar ante el Congreso, como dejó de hacerse desde que Felipe Calderón asumió el poder, e incluso ensayar un nuevo formato que permitiera cuestionarlo, como tantas veces propuso la izquierda en la oposición.

Lo primero hubiera servido para demostrar que —a diferencia de sus dos antecesores— este presidente podría presentarse en San Lázaro sin nada que temer. Lo segundo habría permitido generar una interacción novedosa con el Poder Legislativo de la cual —no tengo dudas— López Obrador podría salir muy bien librado.

El discurso sobre los primeros nueve meses de gobierno se dividió entre el recordatorio de un pasado que quedó atrás y el esbozo del nuevo rumbo que ha tomado el país.

Lo más interesante hasta ahora —y lo que se ve de forma más clara— es aquello que puede leerse en clave de destrucción de mucho de lo que hemos padecido hasta hoy (quizás una “destrucción creadora”, como escribió Octavio Paz para definir la modernidad).

Lo más claro en estos nueve meses —y lo que resulta más esperanzador— es que efectivamente hay un cambio de régimen; que ese Estado corrupto que se había organizado para extraer rentas para fines privados en muchas partes, ha comenzado a desmantelarse decididamente.

Está quedando también atrás una forma de relación entre el Estado y la sociedad, una manera irresponsable y descuidada de gestionar el dinero público; una forma de ver y gestionar la política social, por medio de intermediarios que jugaban un papel nefasto; un régimen que creía en el valor de la técnica y el poder de los tecnócratas por encima de todo, incluso de la política; una visión que gobernaba desde el escritorio, sin prácticamente pisar ni entender el territorio.

La estética de lo público cambió decididamente, al punto que se ha vuelto inaceptable que los funcionarios vivan con cargo al erario de la manera en que lo hacían. Y aunque el avión presidencial esté estacionado allá lejos, y quién sabe si se venda algún día, ese exceso que insultaba la pobreza de la mayor parte de los mexicanos es hoy una ofensa menos. Desapareció ese y otros símbolos de la presunción, de la fastuosidad y la frivolidad del poder.

Aunque parezca algo menor, me sigue sorprendiendo subir a un avión y encontrarme con secretarios de Estado viajando en línea comercial y en clase turista, cargando su propia maleta, sin un séquito innecesario para acompañarlos, como era la antigua costumbre.

Todo eso y más está quedando en un pasado al que la gran mayoría de los mexicanos no queremos volver. De ahí que la frase más potente del discurso del domingo sea precisamente el acta de defunción de los conservadores, su “derrota moral”.

Lo que no está del todo claro es qué país está naciendo. Todos los días y de manera vertiginosa se suceden anuncios, propuestas o iniciativas de ley, sin que logremos darle sentido a los frentes de conflicto que se abren casi a diario. Por momentos no está claro cuál es la narrativa y la estrategia de fondo.

A veces pienso que vivimos un momento en el que pareciera que nadamos espaldas y de noche: alcanzamos a ver lo que estamos dejando atrás, pero todavía no está muy claro hacia dónde nos dirigimos, cuál es el camino, a dónde queremos llegar.

Pareciera que debemos confiar en la destreza del nadador, en su instinto y sentido de orientación. Se trata de un nadador peculiar que nos dice que lo sigamos, que confiemos en él porque es él, sin ofrecernos plena evidencia de que sus brazadas sean las correctas. Hoy la gran mayoría de los mexicanos le damos el beneficio de la duda. Mañana tal vez no será así.

@HernanGomezB

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